"Traidor" de Héctor Daniel Olivera

08.08.2021

La habitación huele a enfermedad y a pobreza, y no sólo por el hedor pesado y acre que emana del orinal oculto bajo la cama; es, también, la cucaracha osada y negra que corretea bajo la mirada indolente del enfermo, es el pañuelo que recoge el esputo de sangre, es la mirada trágica y resignada por momentos de Dora, quien contempla a su novio enfermo. El hombre no se ha recuperado de la última pulmonía que contrajo en navidad y el médico se ha sincerado con Dora en el diagnóstico: tuberculosis aguda. Si no le atienden en un sanatorio, morirá. Dora ha escrito a la familia de Franz para que se hagan cargo de él.

Es domingo y por la radio retransmiten una misa. Dora y Franz aún no han sucumbido a la tentación de poner en venta el aparato, cuya precaria posesión se ha convertido en la frontera innombrable que separa la pobreza solemne en la que se hallan de la pobreza miserable en la que temen caer. Franz es el autor de una obra literaria genial, pero que nadie lee y que no produce nada.

Franz sigue distraído el sermón del párroco y ha preguntado un par de veces la hora a su novia, porque cada hora en punto emiten un boletín de noticias; escucharlas le transmite le irreal ficción de hallarse en conexión con el fluir del mundo. La homilía dominical se centra en la figura de Judas, el traidor por antonomasia. A Franz no le interesa la liturgia católica, pero Judas tiene una textura literaria de personaje trágico que le hace prestar atención a las palabras que va desgranando el clérigo. Si Jesús debía ser entregado para ser sacrificado en la cruz y después resucitado como Mesías Salvador, la participación del Iscariote era más que necesaria, era inevitable, piensa el escritor. Y allá donde la inevitabilidad impera, la responsabilidad moral se desvanece. Judas, el apóstol maldito, no era más que un instrumento profético. Desde esa perspectiva, la traición de Judas y su abyecta recompensa de treinta monedas de plata formó parte del plan divino. Puede que hasta fuera Judas el único que, en aquella infausta y postrera cena, aceptara el encargo, el escarnio eterno de vender a su Maestro mientras los demás y, especialmente, Pedro, escurrían el bulto y declinaban el oprobio, ¿la traición ofrendada como óbolo de fidelidad?. Los fieles cristianos siguen maldiciendo el nombre del Iscariote veinte siglos después, sin darse cuenta de que su traición quizás fuera una forma de santidad execrable y su beso felón el más preciado acto de amor a su Maestro. Qué paradoja que el discípulo dilecto, el amigo más fiel, sea el que con más saña lo traicione.

La paradoja es una de las nodrizas de la literatura y Franz se anima al calor de sus meditaciones. Se levanta de la cama con dificultad y le pide a Dora que le pase papel y tinta. Escribe una larga carta a Max, escritor exitoso y su mejor y más viejo amigo desde los tiempos en que estudiaban Derecho en Praga. La carta es semejante a un testamento; en ella Franz Kafka le lega todos sus manuscritos, a la par que le pide, le suplica, le ordena, que proceda al expurgo que le dicta y que destruya el resto de su obra, con la completa seguridad de que Max Brod le traicionará.

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Imagen: Autor, CIRO MARRA