"Tita Dolores", de Paqui Fernández Guerra

26.05.2019

Después de todo, aquella madre no era mi madre. Me vino la frase a la memoria como un escalofrío de realidad.

No hubiera querido ser tan dura ni mostrar el rencor que llevaba oculto tantos años. Pero era verdad. Y así se lo dije a la tita Dolores en plena discusión sobre mis afectos, las distancias que, según ella, yo guardaba con mi familia directa.

Estaba apretando el sol junto al arroyo. Fuimos caminando desde Cortegana cuesta abajo por el carreterín que nos traía de Ramírez hasta que propuso descansar sobre unas piedras abandonadas. Le pesaban los años, dijo, así, de pronto. como si acabase de descubrir en público su mayor debilidad, como si no fuese evidente que uno cambia en cinco años, los que hacía que no nos habíamos vuelto a ver, desde que volví de Francia.

Removió el cuello camisero de la blusa blanca para refrescarse el pecho y echó la cabeza hacia atrás mirando a la nubes, limpias como almohadas de sábado. "Tienes que volver a verla", me dijo muy bajito, sin girar la cabeza, como si fuese el comienzo de una oración, para sus adentros.

Pensé en responderle que diez años de internado, quince que viví con ella y Paco, su compañero, y doce que llevo sola en Madrid son una buena vacuna contra la añoranza.

De la que decía ser mi madre recordaba un desayuno en aquel orfanato de niñas y monjas bien, una muñeca con vestido de tela y cabeza de cartón que hundí en el cubo del patio hasta hincharse como los globos de la plaza, cuando los llenan con el gas de la bombona sucia y herrumbrosa. No era un buen recuerdo aquel: sus lágrimas, su collar de cuentas, las rozaduras del tiempo en el plástico negro de aquel bolso de mano que caminaba con ella como su propia sombra. No era cierto que nunca me acordase de ella, pero sin la fuerza de la sangre o el recuerdo lejano de una comadrona sacándome de su vientre. En todos esos años la cara de mi madre se difuminaba en los suspiros de mi tita.

"No tengo que ir a ver a nadie, tita. Ya estoy aquí, donde quería venir". Fue mi respuesta a su susurro, a su dolor y quien sabe si a su rincón de remordimientos por no haber hecho más por su hermana .Pero yo no era quién para juzgarla. Ni tenía ganas de hacerlo.

Entramos en la plaza de Cortegana y esperamos bajo el arco de un bar hasta que Paco regresó de Mérida acompañado de un maestro de obra para ver cómo se podía ampliar la casa o, como suele decirse, "sacarle las costuras". Estaban decididos a llevarse a mi madre a vivir con ellos, pero necesitaban hacer una habitación más en la planta baja. Les pregunté si era necesario meterse en esa obra y Paco me miró entre la duda y el reproche. Para ellos, mi madre era la dueña de la casa y del dinero. "Aún no sé que haya otro testamento que su palabra", dijo seco. Desvié la tensión que no quise crear. Era evidente que no entendió mis palabras.

Por lo que me contaron siempre, mi madre tenía los días contados, poco iba a disfrutar de la casa, pero comprendí que no debía meterme en el terreno de sus sentimientos, el del agradecimiento. Ellos siempre estuvieron al servicio de mi madre pero nunca comprendieron que aquella vivienda sería algo suyo.

Al alcanzar lo alto del cerro, le pedí que me dejase bajar de la furgoneta. Caminé divisando a lo lejos el santuario de Guadalupe. Ni la brisa del medio día pudo anularme el agobio y la certeza de que nunca estás en ninguna parte; solo tu piel es tu cobijo. Y la piel, como las piedras de aquella casa, se va cubriendo de hierbajos secos como cuando aprieta el calor de Extremadura.