"Solamente la verdad", de Carlos Deocón Bononat

07.06.2019

El anciano escribía a su hija: 

«En la tuya aseguras que fui muy duro contigo. "Implacable", llegas a decir. Es posible, no pretendo esconderme. Pero considera lo siguiente: yo no podía hacer otra cosa, no podía ser de otra manera. En mi vida todo fue desmoronándose, perdiendo sentido, soltando lastre y valía, como un barco se aleja solo mar adentro, sin capitán, sin timonel. Solo tuve una herramienta para afrontar este caos: la consciencia.

»En mi mocedad era un rasgo de carácter entre otros. Pero poco a poco fue convirtiéndose en un salvavidas: podía perderlo todo, pero tenía la consciencia, miraba de frente y, salvo que mis sentidos fallaran o quisiese engañarme, veía las cosas tal como eran. Por dura que fuese la realidad podía posicionarme en ella con firmeza, ocupar un lugar en el mundo, dejar de flotar a la deriva».

El viejo cesó y levantó la vista para ponderar lo que acababa de escribir, pero el sonido de fondo del oleaje le distrajo de su intención e imaginó, al otro lado de la ventana cerrada, la lengua oscura lamiendo la arena y retirándose. Vivir a la orilla del mar, poder escuchar el latido del mundo como un murmullo, le aliviaba la aspereza del realismo en que siempre quiso vivir y que pretendía explicar a su hija. Consideró que no debía hablar más de sí mismo. Todos tenemos esa querencia -pensó- pero, a cierta edad, semeja la red acción de un testamento.

«De modo que siempre sentí que debía hacerte partícipe de esa verdad. Si la deseaba para mí como el mayor bien, ¿cómo no habría de quererla para ti? Me acusas: "moralista". Y sí, tal vez sea cierto, porque el manejo de todo valor absoluto tiene más de norma que de ciencia o arte. Pero yo te pregunto: ¿hubieras preferido vivir en la ignorancia de tus errores, de tus defectos, de las inconsistencias en que todos nos sumergimos al relacionarnos, al trabajar, al escribir?».

Súbitamente, el hombre dejó la escritura. Se había percatado de que algo no iba bien, pero no sabía de qué se trataba. Inquieto, se bajó las gafas desde el puente hasta la punta de su nariz y miró alrededor. La luminosa habitación parecía haber cambiado: era de pronto más pequeña, oscura y húmeda. Entonces cayó en cuenta: ¡el mar había dejado de sonar!

Era un hecho insólito. ¿Cómo era posible semejante cosa? ¿Cuándo cesa el oleaje? Se habría salido de su órbita la Luna o tal vez él mismo se había quedado sordo, o había sido trasladado a otra dimensión. Esta inclinación suya a lo fantástico, que siempre conjuraba por miedo a la decepción, le puso alerta y le devolvió a la realidad. 

Se levantó y abrió la ventana para ver qué ocurría. Allí no estaba el gajo de playa con su luminosa arena. No había sino un estrecho patio, a cuya tráquea el sol apenas asomaba unos minutos al día, en el fondo del cual una máquina pesada y grande permanecía en silencio.

Aún desconcertado y triste, cerró la ventana y se sentó a la mesa. Estaba allí inerme, impotente ante el papel, con los ojos acuosos y sin energía cuando, de pronto, el murmullo se recompuso. El anciano rompió la hoja manuscrita y cogió otra en blanco en la que escribió:

«Querida hija mía: estoy muy feliz aquí, vivo a la orilla del mar, no podría pedir nada mejor, salvo que tú estuvieses junto a mí. Espero que pronto puedas venir a visitarme. Te quiere siempre, Papá».