"Sin espinas" de Felisa Romero González

01.03.2021

El mundo a nuestro alrededor es tierra, llana en lo cercano y unos cerros al alcance de la mano. La sombra de las habitaciones de la casa está reservada para la noche, el sueño inquieto de la abuela y los rayos de sol que esperan aleteando en las contraventanas como alas de palomas gigantes.

El brillo rojo de ese suelo sin huellas se convierte cada día en la alfombra en la que, cuando se va silencioso, soñamos volar con él sobre el presente. La casa es tan humilde como la dimensión del pueblo. Tienes que besar y vivir hondo para que los labios no se salgan de las lindes, para que el futuro que esperas no se quede allí donde el tren dejó de llegar.

El sol es un dios fijo de calor que se arrastra ahora y entonces por las paredes. Nosotras queríamos poner color sobre la tierra sin arroyo del corral y la manzanilla brotó por donde quiso, como avispas sobre el agua, a borbotones.

Aquel pequeño milagro blanco y amarillo hizo renacer el rosal donde nadie sabía que había muerto o permaneció dormido. Creció por encima de la manzanilla buscando el resplandor del mediodía. En pocas semanas abril se hizo mayo y del rosal surgió la primavera blanca, rosas pequeñas, tímidas como el hambre y la libertad de aquel mes de primavera; rosas blancas de par en par a la espera del soplo de aire que las convirtiera en perfume.

Rosas sin espinas, nos dijeron mujeres que entendían, segaban rosales para cada cruz de mayo y llevaban lacerado el corazón de promesas y espinas de iglesia.

Nunca se cortaron las rosas blancas. Desde entonces el rosal sin espinas se abre verde y blanco como el manto de una virgen y huele a mayo por la tarde en el patio de familia y sombra.