"Secretos" de José Ramón Codina Villalón

08.11.2020

Me despierta el sonido del móvil. La boca seca y un dolor punzante en la sien. En la pantalla, el nombre de mi hermana.

- Ve tú Javier. Esta vez te toca a ti-, dice la voz de Teresa amortiguada por la mascarilla.

- ¿Y Felipe?

- Felipe tiene a los niños esta semana. No puede moverse de casa. Lo sabes de sobra.

- ¿Y Martina? Vive a solo dos manzanas. No le cuesta nada.

- Martina ha dado positivo. Javier ¿Eres imbécil o que te pasa?

- ¡Vale vale! No hace falta insultar. Está bien. No me des más la murga. Iré yo.

Salgo a la calle después de enfundarme la mascarilla. La compré en una droguería enfrente del mercado central. Veinte euros unidad. El dependiente de los ojos burlones me aseguró que estaba homologada. Mentía. Al menos no tengo que soportar esa mirada áspera del resto del mundo. La maldita mascarilla me empaña las gafas de sol. Me obliga a oír mi propia respiración y lo que es peor, a oler mi propio aliento, un olor dulzón a alcohol fermentado, a fruta podrida. En la esquina de Colón me encuentro con el mendigo de siempre. La boca abierta como una caverna sucia con cuatro dientes amarillos y la cara arrugada como un higo seco. Sigue ahí, impasible, para él nada ha cambiado, mendigando al vacío y maullando lamentos. Apesta a pis y a miseria. Extiende la mano con la palma hacia arriba apelando a la supuesta culpa de mi bienestar.

Espero que el viejo no haya cambiado la cerradura. No entro en esa casa desde hace años. Desde que murió mamá. En el buzón sigue el nombre de los dos. Las cartas sobresalen de los buzones, avisos de embargo y publicidad. Es un edificio lleno de viejos que pagan un alquiler raquítico. Los propietarios están deseando quitárselos de en medio y no reparan nada. Las bombillas medio fundidas y el suelo pegajoso. El plafón lleno de insectos prisioneros. El edificio es un contenedor de almas a punto de irse al otro barrio.

Entro en la casa dando portazo. Desde el quicio de la puerta se ve la foto. La foto de mi comunión. Ella luce su vestido favorito. El azul marino con topos blancos. Está preciosa. Yo estoy justo delante de ella. Apoya las manos en mis hombros, orgullosa mostrándole al mundo su creación, su "Javi". Separados de nosotros, mis hermanos posan delante de él, que abre los brazos tratando de acapararlos, de retenerlos. Sonríe, y también está elegante, pero lleva la corbata torcida y tiene la cara enrojecida. Estaba borracho, como siempre. Como yo ahora. Ese día llegó tarde a la ceremonia, apestaba.

La habitación en penumbra y la tele perpetuamente encendida, para no sentir la soledad. Huele a botica, a sábana sobada y carne sudorosa. Medio incorporado en la cama tose sin cesar. «Hola padre», le digo delante de la cama. Gira la cabeza levemente y al verme esquiva la mirada. Se escucha un borboteo en el pecho de flemas que suben y bajan. Como si tuviera un pájaro atrapado en el pecho. Dejo la bolsa con las medicinas en la mesita de noche y entro al baño. Está hecho un asco. La cisterna no para de sonar, la cortina de la ducha enmohecida y descolgada. Las baldosas que rodean al retrete encharcadas, En la repisa, su neceser. Su viejo neceser agrietado. El de siempre. El que se llevaba a sus viajes. La medida de su presencia o su ausencia. Si el neceser no estaba dormíamos en su habitación. Huele a su piel, a su perfume, a su cara llena de papelitos porque siempre se cortaba. Huele a besos forzados. Su brocha y su maquinilla de afeitar con la que yo jugaba a ser mayor, a parecerme a un hombre, no a él, nunca a él. El mismo neceser en el que encontré su secreto. La tarjeta de aquel hotel. De aquel hotel a tres manzanas de casa. Nadie más lo supo. Solo yo. Antes de salir vuelvo a mirar la foto en el marco. La mitad de la foto. La otra mitad viene conmigo...