"Sangre negra" de Raimundo Martín Benedicto

20.06.2022

Decidió que ésa iba a ser la última sesión de quimio. No más vómitos, ni agujas, ni diarreas fétidas; adiós a trilladas palabras de ánimo y a las palmadas en la espalda, cada vez más encorvada.

Adiós.

Se lo diagnosticaron hacía unos meses y ya iba por el tercer ciclo. Es verdad que el segundo fue algo menos duro, pero no estaba dispuesto a pasar otra vez por esa sala cuadrada donde le sentaban a recibir su dosis de veneno. A desesperarse mirando los azulejos, pálidos como su piel, tan transparente que casi podía ver el lento flujo de la solución química ennegreciéndole la sangre, centímetro cúbico a centímetro cúbico.

"Me quiero dejar morir, ¿vale?". Cree que lo supo en el mismo momento en que aquel médico de voz mecánica se lo confirmó a solas en una consulta helada. De pulmón, "y es posible que se haya extendido". Condujo varias horas sin sentido y llegó a casa cuando anochecía. Su mujer se secaba el pelo. Se sirvió una copa de vino, algo que nunca había hecho antes, y se acercó a la ventana del salón. Sabía que ella aún tardaría unos minutos en terminar. Había llovido toda la tarde y los coches hacían estallar los charcos grises. Cesó el ruido del secador y un silencio demasiado profundo para una tarde como aquella se adueñó del piso durante unos instantes. Sorbió un poco de vino y lo escupió en la copa. No le gustaba y se preguntó por qué se habría molestado en descorchar la botella. ¿Es que se iba a volver sofisticado ahora, al final de todo?

"¿Qué tal, tienes hambre? ¿Te preparo algo?". Preguntas con acento a rutina. Ni siquiera se fija en la copa de vino, dejada directamente sobre el cristal de la mesa baja, porque le habla desde el recibidor. Son palabras que se disolverán en el aire y no llegarán a ningún sitio. Tiene que llamarla tres veces, la última gritando, para que ella se calle y venga, y se siente junto a él, y le escuche.

A las dos de la mañana volvió al salón, cuando estuvo seguro de que su mujer dormía. Le gustaba el olor del último champú que se había comprado en el supermercado, ella siempre tan ahorrativa, "que tener a dos hijos en la universidad cuesta mucho dinero". Cada vez ronca un poco más fuerte, pero no le importa, incluso la hace quererla más. Han hecho el amor, un amor exploratorio, como si después de veinticinco años quedara algún rincón por descubrir; un amor calmoso, ese que sólo puede nacer de un mal diagnóstico en una tarde de lluvia. No ha habido melodrama, eso nunca ha ido con ellos, pero sí lágrimas tibias.

No sabe el tiempo que ella ha llorado sobre su hombro, sólo que sentía su calor a través de la vieja rebeca marrón, que la escuchaba sonarse y que olía el champú nuevo.

Lo tiene grabado entre las cejas y lo revive en la nariz cuando le ponen la aguja.

Romero.

Lleva una vía, así que no es necesario que le busquen la vena al iniciar cada sesión, pero siente cómo el pequeño arpón de acero se desplaza en su interior y entrechoca con todo lo que hay alrededor, como un barco atracado en un puerto en un día de temporal. Es desagradable; todo lo es. Se avergüenza de tanta autocompasión, se aborrece a sí mismo cuando piensa que él no se lo merece porque nunca ha fumado.

Se odia porque sabe que no tendrá valor para dejar el tratamiento.


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Imagen: Obra de la pintora Edurne Gorrotxategi (Getxo, Bizkaia)