"Ruta de trabajo" de Eduardo Javier Izaguirre Godoy

30.10.2020

Apenas subí al bus, con la mente puesta en el trabajo a cumplir, nervioso porque empezaba a dudar de mi capacidad para la labor, me arrimé hacia el espacio vacío que estaba más a la mano, de pie, próximo a los asientos laterales detrás del chofer. Como yo soy muy alto, el techo del vehículo me tenía sometido y no me quedaba otra que viajar con el cuello doblado, como una jirafa metida en un contenedor, mi rostro aparentemente ensimismado en la búsqueda de algo valioso en el piso metálico. Cuando me sentí seguro, bien sujeto a los pasamanos lisos que atravesaban el carro, alcé la mirada y lo primero que vi, tan cercano que hubiera podido tocarlo, fue el perfil de una mujer.

¿Hacía cuánto tiempo que no tenía frente a mí un rostro como aquel? Me puse en evidencia porque la observación que le prodigué fue extensa, minuciosa, de escándalo. No presté atención a nada más y si alguien consideró de mal gusto lo que hacía, poco importó. Ella no llevaba maquillaje. Bajo sus ojos, las huellas de agotamiento eran tenues. La longitud de sus pestañas superaba lo común y se ondulaban venciendo la gravedad. Una discreta giba partía su nariz en dos y la segunda mitad, un espolón a pequeña escala, terminaba su recorrido en una pequeña punta roma. Sus gruesos labios poseían un brillo natural, como la cáscara limpia de una manzana. Ella viajaba durmiendo, pero erguida, su cuerpo pegado al respaldo, las manos cruzadas sobre la cartera. Con el sueño, la presión de sus extremidades se relajó y el bolso parecía resbalar.

Quise quedarme, continuar junto a ella hasta que llegara a su destino, capturarla en mis ojos nerviosos, vigilantes, pero el deber era primero. Nunca he permitido que el trabajo sea desplazado por el ocio o el placer. Eso sí, intenté memorizar cada rasgo, la suavidad de sus líneas de expresión, la espontánea sensualidad de su boca. Y cuando el bus por fin detuvo su avance y la puerta se replegó, mi objetivo cambió abruptamente. La velocidad que alcanzaron mis brazos correspondía a un atleta. Le arranché la cartera como si tomara del árbol una fruta madura y salí corriendo. Empujé con el hombro a un pasajero que saltó de su asiento para detenerme y esquivé uno a uno los cuerpos que interrumpían mi ruta de escape en la calle. Respiraba con la boca abierta, ahorqué el bolso con todos los dedos de la mano y dejé que mi instinto, la experiencia y el recuerdo de otras huidas, me guiaran. A pesar de la rapidez con la que me alejé, pude aún escuchar los gritos de la mujer que, en su intento por recuperar lo suyo, bajó del bus vociferando maldiciones, pidiendo que me detengan, buscando justicia.

Imagen: Retrato robot policial de un ladrón. www.actualidad.rt.com