"Rosa y espina", de Abel Kortazar Longa

24.05.2019

Hace tres días que mi marido se fue de viaje. No pudo evitar que nuestro fin de semana se truncase por un compromiso de trabajo. Me dijo que se trataba de un cliente importante y que, cuando tuviese un momento libre, se pondría en contacto conmigo. Javier es una persona paciente, un trabajador infatigable, un marido que, como dice Rosa cuando la exaspero con mis manías, no merezco.

El viernes tuve un día horrible. Tenía programada la cena anual con el grupo de la facultad y no tuve tiempo de despedirme. Fue durante la sobremesa cuando, abrumada por los logros de mis amigas, me sorprendí, exponiendo en primera persona las maravillas del bufete. Incluso a mí me pareció una intervención forzada, pero no pude evitarlo. Percibí alguna mirada de soslayo, un chismorreo entrecortado y, al final, el silencio: solo entonces me acordé de él.

Cuando llegué a casa eran las cuatro de la tarde: estaba agotada, apenas había dormido, tenía hambre... Es lo bueno de no tener hijos, pensé: te sientes más libre, no tienes responsabilidades ineludibles y, en ocasiones, puedes comportarte de una manera desinhibida. Javier no había llamado: su teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Sin embargo, mi amiga Arantxa, la mejor compañera que tuve en la Universidad y mi aliada y confidente durante la pasada noche, no paró de martillearme con sus mensajes. Quería saber quién era aquel chico, cómo surgió y hasta dónde llegamos. Se moría de ganas por escuchar todo tipo de detalles que a mí no me apetecía recordar. Le dije que me quería acostar temprano y quedamos para el día siguiente.

Hoy, después de desayunar, extrañada por seguir sin noticias de Javier, he intentado recordar algún detalle que pudiera justificar su silencio, pero no he llegado a ninguna conclusión. Después de comer, he dado un paseo con Arantxa por el parque. Me ha puesto la cabeza como un bombo. He sido discreta y no he querido inmiscuirme, pero es obvio que algo no marcha bien con su pareja. De vuelta en casa, he llamado a Rosa para que me recuerde la agenda de mañana. Menos mal que ella siempre está dispuesta a poner un poco de orden en mi caos. Es una mujer tan responsable..., pensaba, mientras marcaba su número. Sin embargo, como suele ocurrir los días en los que sientes tu cerebro entumecido, todo parecía ponerse en mi contra: Rosa no contestaba. Lo intenté por lo menos una docena de veces, pero fue en balde. "Siempre que la necesito no está: ¡vete tú a saber dónde se habrá metido!" - repetía, enrabietada, antes de acostarme. Y, entonces, al escuchar mi cantinela de todos los días, volví a recordar a Javier, exhortándome con su mirada para que no fuese tan estricta con ella. Dice que es una chica trabajadora y comprometida, una pieza clave en el bufete que merece toda nuestra confianza. Al final, aunque sea a regañadientes, siempre termino por hacerle caso. Sin embargo, tengo que reconocer que, en ocasiones, Rosa me resulta una persona engreída y, sinceramente, no creo que su labor sea tan importante.

Estaba a punto de dormirme cuando sonó el teléfono. Era Javier. Habían surgido problemas con el vuelo y no llegaría hasta el día siguiente. Llamaba para que no me alarmase, y aprovechó para informarme que Rosa tampoco acudiría al trabajo. Por lo visto, se había puesto en contacto con él para decirle que se hallaba indispuesta. Repasaron la agenda y concluyeron que no había nada sustancial para el lunes. En cualquier caso, estaba seguro de que yo podría hacer frente a cualquier contratiempo que surgiera en el despacho:" Por algo eres la jefa..." añadió, con cariño, antes de despedirse.

Colgué el teléfono con cierta desazón. Algo de lo expresado por Javier me chirriaba. Repasé la conversación de manera obsesiva, hasta que, por fin, caí en la cuenta: Rosa era la única persona que me llamaba de esa manera. Respiré aliviada por haber sido capaz de resolver el jeroglífico. Me había sacado una espina que amenazaba con aguijonearme durante toda la noche. Cambié de postura y volví a conciliar el sueño.