"Room" de Juantxu Bohigues Fernández

15.05.2022

A los dieciocho años me encerré en mi habitación, rompí con mis amigos, con mis ilusiones. Cogí la agenda de teléfonos y le prendí fuego.

Iba con cuatro compañeros de clase, y se pusieron a decidir la película que verían esa tarde, me fui retrasando y me di cuenta que nadie se percató de mi ausencia.

No quise perder ni un segundo más de mi tiempo con Claudio, con Sergio y con Caballero. Desde aquí les deseo lo mejor, que hayan disfrutado viendo películas juntos, y que su madurez y su futuro haya crecido en progresión al desprecio que me hicieron pasar.

Afortunadamente mi abuela Pascualita murió hace poco, y en la casa apareció una habitación libre debido a su ausencia.

Una nueva vida necesita de un nuevo horario. Todos los días me levantaba a las siete y media. Y leía un par de horas: Gibran Khalil Gibran, Friedrich Nietzsche, Herman Hesse. Lo que ocurrió fue que rompí con mis amigos, y al mismo tiempo rompí con mi familia.

Gracias a la intervención de mi padre se me permitió ausentarme de las comidas y de las relaciones sociales. Construí mi vida desde dentro.

Mi bachillerato era nocturno. Después de repetir seis asignaturas, el año estaba perdido. Mi padre dio una orden "¡Dejad a Juantxu!".

Me puse una disciplina, leer cien páginas diarias.

Los únicos que se relacionaron conmigo fueron mi hermana y mi padre. Mi hermana llamaba a la puerta y no se iba hasta que le abría e intercambiábamos unas palabras.

Mi padre salía de casa a las ocho menos cuarto de la mañana. Llamaba a la puerta y decía "¡Buenos días, Juantxu!", le contestaba "¡Buenos días, papá!". Y cuando se acostaba por la noche "¡Buenas noches, Juantxu!", y yo le respondía

"¡Buenas noches, papá!".

A las siete y media levantarse. Primero hacerme la cama, luego flexiones y oblicuos. A las diez de la mañana ya lo tenía todo resuelto.

Había madrugado y ya no me quedaba nada que hacer. Sólo pasear por las calles o subirme a la terraza. Mi silencio era atroz, inhumano.

La habitación fue creciendo.

Cuando recibía una mirada ofensiva me encerraba en mi cuarto y Gibran Khalil Gibran me decía La vida y la muerte son una misma cosa.

La revista Fotogramas salía a principios de mes, el día dos por ejemplo, el tres ya la había leído. Me leí todos los libros de cine que había en Gandía, los más importantes.

Dos semanas después me senté a comer con los demás. Aunque tuve que ir a ponerme el cubierto porque ya no contaban conmigo. Aprobé por la mínima y conseguí acabar el bachillerato.

Treinta y tres años después ahora estoy en otra habitación, en un piso de noventa y tres metros cuadrados, con un despacho y una ventana que da a un patio interior. Dejé a Hesse, a Camus, a Sartre, y ahora Gay Talese, Norman Mailer y Sam Shepard ocuparon un nuevo sitio en mi biblioteca. Y en primera posición mi adorado Charles Bukowski. Mi padre ya no está, aunque a veces le escucho aporrear la puerta y decirme ¡Buenas noches, Juantxu!

Todavía en algunas ocasiones vuelvo a esa habitación que me ofreció mi abuela después de morir, y sigo viendo a ese muñeco que era un payaso con un solo ojo de cristal. Desgraciadamente no puedo leer cien páginas al día, a veces solo un par, pero es suficiente.

Mi madre se construyó un cuarto de baño en el lugar dónde estaba mi habitación, y claro, ésta desapareció, mi escritorio, mi cama, mis libros.

En el costado derecho de mi cuerpo, entre el hígado y el páncreas, se encuentra mi habitación, un habitáculo luminoso que me mantiene en pie, un sagrario dónde están todos mis autores favoritos y todas las palabras que he leído; en esa habitación luminosa están todas las mujeres que se han acostado conmigo y algunas que no lo hicieron, y sigo escribiendo en ese trozo de madera que bajaba girando un postigo (cómo me gusta esa palabra), y cuando hago la cama, un perro con un gorro de papá Noel ha sustituido al payaso tuerto.

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Imagen: Obra de la pintora Edurne Gorrotxategi