"Requiescat in pace" de Ángel Arroyo González

16.10.2021

Si había unos días cargados de misterio y de cierta tenebrosidad estos eran los dos primeros días de noviembre. Por lo general, y dada ya la época otoñal que discurría, eran también días en los que el sol no solía brillar y más de una vez los paraguas formaban parte de ese paisaje de tumbas, cipreses y velas que luchaban contra el viento, rodeadas de un cartón, para que el pábilo siguiera dando sentido a una de las frases que iba a oír repetida y que nos sonaban entonces a música celestial, más aún cuando llevaban el sello misterioso de que eran pronunciadas en esa lengua eclesial que era el latín:

"Ne recorderis peccata mea, Domine, dum veneris iudicare sæculum per ignem."

"Requiem æternam dona ei, Dómine, et lux perpetua luceat ei". "Requiescat in pace. Amen."

Y así, repitiendo una y otra vez estas misteriosas frases, íbamos recorriendo una tumba tras otra. Encabezaba la comitiva el cura párroco con su alba, su cíngulo y su estola llevando en sus manos cruzadas y rogatorias el libro de oraciones. A su paso, el sacristán con su roquete, portando el hisopo y, a su vez, haciendo de guía entre los pasillos que formaban las tumbas, a derecha e izquierda, cuidando de dónde se pisaba no fuera que en su carrera por llegar a la siguiente pusiéramos los pies sobre alguna de las que ya nadie se acordaba que allí abajo también existían unos restos humanos de los que ya no recibían estas peticiones. Tras ellos los dos monaguillos que hacíamos las veces de anotadores, recaudadores y contables; llevábamos una libretilla donde ya habíamos anotado que Fulano había pedido dos rezos cantados para sus padres y dos rezados para sus abuelos. Mengano, uno rezado. Por otra parte, Zutano se acercaba a nosotros y nos pedía que cuánto valía el cantado y cuánto el rezado porque no sabía si llevaba suficiente para todos los rezos que tendría que hacer a sus familiares. Las familias pudientes solicitaban que el rezo fuera cantado, en la creencia que el canto era la manera más clemente y generosa de pedir por sus difuntos y de esta manera a estos se les abrirían antes las puertas del cielo, si es que aún no habían entrado. Cuando llegábamos a la tumba, siempre con prioridad respecto de otras -de eso ya se ocupaba el sacristán-, allí nos encontrábamos a toda la familia enlutada, compungida, silenciosa, suplicante y dispuesta a responder a esas frases misteriosas con la única palabra que sabían y entendían: "Amén". Y ya, con la satisfacción y conciencia tranquila de que habían cumplido con sus queridos seres difuntos, pagaban la cuota estipulada o quedaban en deuda porque, te decían, ya pasarían por la sacristía a rendir cuentas con el sacristán cuando fueran a encargar misas por las ánimas de purgatorio.

Y así pasábamos a la siguiente, y a otra, y a otra. La mayoría era un paso rápido porque el pedido como "rezado" se hacía con un susurro entre labios al que solo respondía el sacristán, a la vez que le daba el hisopo para que expandiera el agua bendita siguiendo la señal de la cruz.

Al final de la tarde lo que aún te seguía machacando en el cerebro era ese "Requiescat in pace" que se te traducía en un "dejadme en paz", tanto para los que ya lo hacían eternamente, como para los que ya no sabíamos ni qué se rezaba, ni a quién, y menos aún qué significaba esa primera frase misteriosa donde apenas entendíamos lo de "peccata mea".

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)