"Renglones torcidos", de Txabi Anuzita Alegría

31.05.2019

No se acostumbra a sus dedos como garfios enredados en un nudo imposible; ni a esa deformada mueca de su rostro. Llevan juntas más de un año y su deterioro físico es progresivo. Poco puede hacer para paliar tanto sufrimiento. Pasan más de diez horas diarias juntas y su comunicación es mínima, táctil y afectiva. Ve su coronilla despeinada, su cuerpo desgarbado sujeto con una correa de cuero a la silla, cuando pasean como sonámbulas invisibles en una ciudad indiferente a su presencia. 

Cuidar de Amalia día tras día, con las manos aferradas a esa silla, le resulta doloroso. Hay noches que llora sin consuelo con la cara hundida en la almohada; también hay momentos en los que su inmovilidad, esa quietud serena, le llena de paz. 

Echa de menos la complicidad de los primeros días; las atropelladas frases farfulladas con ímpetu descontrolado; esa intimidad compartida, desconocida hasta entonces, que podía acabar en un abrazo reconfortante. En el devenir de los días su cuerpo fue tensándose y el rostro creando una mueca muda de dolor. 

Se sienta en su banco del parque, saca el termo, con la pajita le humedece los labios, le seca las gotas que resbalan por la comisura de su boca; le pasa una toallita húmeda por el rostro, el cuello, los brazos y las manos; le peina; se levanta, se pone frente a su desconfigurado cuerpo que recoloca con firmeza en el respaldo de la silla, bien sujeto; hasta que siente que está calmada. Acaricia sus mejillas y se sienta de nuevo en el banco. Se pregunta si ella percibe algo de lo que a su alrededor sucede; si la reconoce y la aprecia; si nota su inmensa pena.

El sol acaricia su cara; se adormece en el sosiego de la tarde y los recuerdos se agolpan: el anuncio que vio en el periódico, en el que buscaban una mujer atenta, paciente, respetuosa y prudente para cuidar a una señora mayor. Conoció, entonces, a Luis, su hijo, que la contrató tras una serie de preguntas de rutina; una lectura rápida a las recomendaciones que le entregó; una mirada displicente de arriba abajo y una retahíla de las condiciones, innegociables, del salario, horarios, medicación y cuidados.

Su vida cambió, plena e intensa dedicación y cuidados a ese cuerpo doliente y delicado que nunca emitía queja alguna. Al principio Amalia sonreía, se enfurruñaba, gesticulaba cuándo quería algo; un susurro ininteligible le bastaba para sentirse reconocida. En esos días le daba la mano y cómplices silenciosas pasaban la tarde. Está sola, nadie viene a visitarla; le apena esa sensación de abandono en una mujer tan dulce y elegante.

Abre con pereza los párpados y la ve recostada en su silla. Vuelve a dejarse llevar por el sopor de la tarde. Hoy ha quedado Luis en acercarse al parque para hablar con ella. Es raro; nunca viene. Le llamó por la mañana y le comentó que había pasado mala noche e iba a hablar con el médico; que habría que tomar alguna decisión para que no sufriese. 

Amalia sufre en silencio, ya no aguanta la mirada y su cuerpo no se sostiene. Cuando está con Luis el ambiente entre ellas cambia: nota indiferencia y frialdad cuando habla de su madre; y siente que Amalia se disgusta; percibe como si un velo de tristeza cubriese su rostro.

La vida se escribe con renglones torcidos, decía su abuela. ¡Qué razón tenía! Quién le iba a decir que acabaría cuidando, mimando, protegiendo a una señora guatemalteca en sus últimos días de vida. A una mujer silenciosa y delicada cuyo cuerpecito, que trata con cariño, se le escurre entre los brazos cuando la baña, tan pequeña, tan oscura, tan bonita y frágil. 

Se despierta sobresaltada de ese duermevela en el que el tiempo se desdibuja. Ve a lo lejos llegar a Luis y a Amalia caída a un lado. Toma aire, se levanta rápida y se agacha para acomodarle. Siente que algo no va bien: los ojos cerrados, la barbilla apoyada en el pecho y esa media sonrisa. Se da cuenta que se ha ido. No está. Toma con dulzura su rostro y besa su frente antes de que llegue Luis.