"Renacer" de Markos Arroyo

05.09.2021

El llanto estentóreo pugnaba en sonoridad con las brutales palmadas contra la tapa del ataúd. Una y otra vez. ¡Blam! ¡Blam-blam!. Incesante desesperación. El eco del sonido retumbaba lúgubre en la sala en la que se iba a proceder a incinerar al difunto. Mientras, los asistentes apartaban de su mirada el duelo dejando paso a la perplejidad que provocaba el hombre adherido con energía al féretro. El aire se sentía denso de desgarradores gritos de dolor infinito, acompañados de palabras ininteligibles propias de alguien cuya cordura ha huido por la pérdida de un ser querido.

Había sido imposible separar al doliente hermano de la lujosa y hermética arca de caoba durante el largo día de velatorio. Incluso en aquellos momentos en que el hombre parecía dormir abrazado al féretro nadie osó acercarse para quebrar su voluntad de no separarse de la caja de madera, y obligarle a descansar. El miedo a la violencia de sus abruptas reacciones mantenía varios metros de distancia entre el ataúd y los asistentes al funeral.

Los presentes se acomodaron a aquel esperpento como quien se acostumbra a la arena incandescente de la playa, consintiendo el comportamiento impropio del millonario, desesperado por el fallecimiento de su hermano. El cansancio de aquel tétrico velatorio había dejado unas profundas huellas en el doliente potentado, extremadamente ajado por la fatiga.

Tan extraña resultaba la desmedida desesperación del hombre, como el hecho de que nadie tuviera noticia de la existencia del hermano. Muchos combatían el estupor comentando el rumor sobre la supuesta vida disoluta que había acabado prematuramente con la vida de aquel, desconocido para la concurrencia, hermano pobre.

A pocos segundos del comienzo de la incineración todavía era imposible apartar al demacrado y exhausto hombre del sólido féretro. Su voz, rota por el dolor, hacía temer a muchos por la salud de aquel hombre maduro que continuaba golpeando con insistencia el ataúd, entre lamentos y sollozos ininteligibles.

Sólo se separó de la caja cuando ésta comenzó a desplazarse automáticamente hacia el horno crematorio. E incluso en ese momento, el hombre ya separado para siempre del féretro de su hermano, gritaba con atronadora voz de demente:

"¡Ayuda! ¡Vive! ¡Socorro! ¡Por dios, socorroooo!"

Cayó en el suelo, agotado. Al mismo tiempo, el cajón del difunto desapareció de la vista. El horno crematorio se lo tragó y las llamas comenzaron a devorarlo sin piedad. El duelo había terminado. Los más valientes se acercaron para poner en pie al hombre. Al ver que éste mostraba un rostro completamente relajado, la cohorte de aduladores, que suele rodear a los millonarios, se volcó en vanas palabras de consuelo y en falsos ofrecimientos para aliviar el pesar que provocaba la pérdida de un hermano.

Pero nada de lo que acontecía alrededor parecía afectar al hermano vivo. Su rictus muy ajado, pero distendido, ignoraba el avispero de caras expectantes que le rodeaban.

Caminó lentamente buscando la salida del tanatorio para renacer en una nueva vida. La vida que su hermano había disfrutado hasta ahora y que a partir de ese instante le pertenecía en exclusiva a él.

Ninguno de los asistentes al funeral fue capaz de interpretar la sonrisa perversa que afloró en su rostro. Ningún colaborador solicitó practicar la autopsia del supuesto harapiento borracho. El público no se percató de los gritos y golpes desesperados que provenían del interior del ataúd. Nadie podría interpretar jamás el obsceno susurrar entre dientes que se hizo habitual en él: "El rico al hoyo y el gemelo al bollo".

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)