"Reloj muerto" de Pedro José Ruiz Ramírez

03.09.2020

El constante goteo del grifo del baño retumbaba en cada rincón del viejo hogar, ocupando todos los espacios pasados y presentes: desde los rayos de luz y polvo que atravesaron las detenidas tardes de su infancia hasta el corredor de los fantasmas del desvelo. Cada gota generaba un eco hueco que él rellenaba con desamor propio y melancolía.

Seleccionó la quinta sinfonía de Beethoven y la dejó sonar desde las vibraciones de su teléfono de cuarta generación. Los entrecortados y tajantes primeros violines quedaron suspendidos en mitad del despacho junto al perseverante goteo, el cual desarmonizaba ordenadamente el efecto de la obra.

Pulsó la tecla de encendido del ordenador y, mientras arrancaba, se acercó a la ventana para mirar a través de ella. Pudo ver a una mujer avanzando torpemente sobre unos relucientes zapatos de tacón rojos y a un joven huraño que hacía gestos de fumar a un jubilado de paso firme, como preguntando si podía darle algún cigarrillo. Todo aquello lo percibió tras la pátina de irrealidad que le otorgaba su espacio interior; como si de una obra de teatro mudo se tratase.

Movió el ratón tratando de agilizar la aparición de la pantalla de inicio; acto seguido, se puso a rebuscar en derredor para matar un poco la espera. Comprobó que el reloj de pulsera del cajón de los clips y bolígrafos mordidos se detuvo algún día a las 16:21. Tal vez fuera un jueves, ya que esa hora es propia de los jueves en los que calienta café con el amargor de una semana que apenas parece haber empezado y ya amenaza con terminar; con esa forma vertiginosa e irrespetuosa que tiene el tiempo de transcurrir.

La pantalla ennegrecida le guiñó un par de veces, así que no pudo evitar pensar en ella; como si el goteo eterno de aquel maldito grifo hubiera trazado su imagen para castigarle por no renovar los equipos informáticos ni reformar el cuarto de baño. Lo hizo de la misma forma atormentada con la que a diario se obligaba a sacarla de su mente: bajo la orden de los latidos caóticos de un corazón encogido, resignado a mezclar impulsos que faciliten la vida mientras sortea los obstáculos de la decepción.

Trató de calmar sus manos temblorosas. Aquel reflejo aún dolía, pero atrás quedaron los días en los que habitaba en cada detalle cotidiano.

Tomó consciencia de que su deseo y pasión eran como el reloj. No tuvo más remedio que detenerlos en algún momento, tal vez un jueves en mitad de una resaca de besos imposibles y caricias amargas, extraídas atropelladamente de un pasado fantasioso para plasmarlas en el lienzo de burlas del destino; pudiendo así permitir que la vida transcurriese alrededor. Estar vivo no era más que una metáfora de aquellas manecillas congeladas en mitad de la entropía: existir sin sentir más que el olvido y la negación de la piel.

Tuvo que desandarlo todo con el infame precepto de lo que nunca fue, por más que los impulsos nerviosos de su ser palpitante hubiesen insistido en lo contrario. Tan difícil era como matar aquello que nunca vivió o tratar de verse reflejado un espejo sin cristal.

El sonido de inicio de Windows le rescató del ensimismamiento cuando ya no lo esperaba. Decidió ignorarlo, necesitaba pasear por los recovecos de su alma, así que salió del edificio para poderse perder entre sus propias tripas.

Una vez fuera comprobó que a la ciudad le sentaba bien la caricia de la primavera: los jardines habían roto en una ordenada explosión de colores y las golondrinas dibujaban ráfagas de carboncillo sobre el cielo azul. La luz se desplazaba oblicua en aquella mañana, jugando con las siluetas de los edificios. La claridad era pura, pero sobre ella caía aquel reguero de amargura que lo oscurecía todo.

Se sentía atrapado en mitad de la belleza., CÓM
De repente despertó. El sonido del grifo brotó desde las profundidades del hogar para colocarse de nuevo en primer plano. En ese instante pudo sentir los latidos del universo, mientras que el regusto ambiguo de los sueños iba siendo abatido por la realidad. De nuevo tocaba preparar café y pulsar la tecla.