"Precipicios en cortante desnivel" de Raquel Victoria Morea

A veces, una sola frase, en apariencia inofensiva, se inyecta en ti, inoculándote su nocivo veneno, al que ya no podrás desterrar. Es una funesta melodía que te impregna con el aroma de las tinieblas; una noticia inesperada que te rasga, sumiéndote entre cortinas de sombras, donde no hay hálitos de esperanza sino heridas desbordadas. Tiene un poder colosal y absoluto en el archivo de tus neuronas: remueve tus cimientos como nunca antes habías experimentado, y te revuelca entre arenas movedizas, hundiéndote en sus lodos.
Fue lo que me sucedió. Un fatal veredicto tambaleó mis anclajes. En cambio, los relámpagos se rigen por la brújula de la fugacidad, los truenos acaban acunándose entre hileras de mutismo y hasta la tormenta más feroz se troca con la balsa del sosiego. Entonces, todo a tu alrededor pende de una dimensión desconocida, repleta de tinajas de recuerdos que bailan agitados; pero a lo que realmente te aferras es a esa memoria futura que quieres esculpir con encaje de plata, para nunca deslizarte en las grutas del abismo.
Todo cambió, decidí voltear el rumbo, convirtiendo los signos del astrolabio por el mapa incandescente del amanecer, que guía hacia la dirección correcta. Porque estaba dispuesta a hallar mi cayado de luz, que me alejaría del desgarro de punzantes acantilados y de tierras cubiertas por la niebla.
Únicamente son ínfimas fracciones de tiempo en las que el reloj se aquieta y te acorrala, sintiéndote desnuda y despojada de cualquier abrigo. Aun con todo, visualizas una cuerda indivisible y te amarras a sus nudos, tirando con fuerza inusitada, y notas tu acelerado palpitar y cómo brota dentro de ti un avasallador ímpetu que no decaerá en el torrente desbocado de la flaqueza; ni rellenará lienzos apagados ni bordeará precipicios tortuosos.
Por aquellos días, mi latir se compuso de un gran cúmulo de sensaciones extrañas. Pero fuiste tú quien merodeaba por mi mente y paseaba por mi corazón, sanando sus llagas; fuiste tú a quien me agarré. Y es que el posar la vista hacia aquello que vendrá y con ese caparazón del amor, que todo lo puede y nunca para su rueda, me hizo resurgir postrada en ese bote flotante que, con los destellos de un nuevo sol rociándome el rostro, me condujo a la orilla de la vida llameante.