"Precipicios en cortante desnivel" de Raquel Victoria Morea

27.10.2020

Todo ocurrió aquel día. Como arrojándose por un precipicio sin retorno ni colchón, aquellas inconclusas palabras llegaron hasta mí, lacerantes e incrustando el filo de su aguijón. Mis oídos perdieron su innata percepción, porque apenas las podían escuchar en ese susurro lejano que culminó en un silencio cortante; mi garganta era incapaz de formular algo coherente y mi cabeza no podía reflexionar, se envolvía continuamente de espesa bruma; a la vez, las hebras que mantenían a flote mi corazón, quizá, no querían entrever ese horizonte apesadumbrado. No obstante, fueron instantes aislados en los que la balanza de la voluntad, en vez de equilibrar los pensamientos dictados, forcejeaba meciéndose entre altibajos.
Que el tiempo vivido quedaba en perpetua pausa, liviano y paralizado entre las saetas danzantes que señalan los ritmos imparables de la vida transitada, aconteció aquel día como algo tan tangible y real, que creí estar tocando los tejidos de la existencia desde mis propias entrañas; creí ser testigo de un capítulo que se dibujaría en los márgenes de folios emborronados, en un óleo donde fuera el claroscuro el fondo predominante, o que marcaría las notas de una partitura de tono melancólico; creí que la absoluta oscuridad del firmamento iba a transportar mi alfombra cegada a partir de ahora, que el resalte luminoso del alba quedaría teñido por la túnica moteada de la penumbra, y así su lento desfile indicaría cada paso que diera. Mi mundo se había derribado estrepitosamente ante mi frágil mirada, era como si un mensaje encriptado me estuviera transformando desde la piel hasta las membranas más ocultas; era como si mis ojos se negaran a entender esos íntimos jeroglíficos que conforman las paredes del alma, porque sus vidriosas pupilas no osaban rasparlas y extraer los papiros del miedo; era como si una noria giratoria me hubiera invadido de hielo troceado.

A veces, una sola frase, en apariencia inofensiva, se inyecta en ti, inoculándote su nocivo veneno, al que ya no podrás desterrar. Es una funesta melodía que te impregna con el aroma de las tinieblas; una noticia inesperada que te rasga, sumiéndote entre cortinas de sombras, donde no hay hálitos de esperanza sino heridas desbordadas. Tiene un poder colosal y absoluto en el archivo de tus neuronas: remueve tus cimientos como nunca antes habías experimentado, y te revuelca entre arenas movedizas, hundiéndote en sus lodos.

Fue lo que me sucedió. Un fatal veredicto tambaleó mis anclajes. En cambio, los relámpagos se rigen por la brújula de la fugacidad, los truenos acaban acunándose entre hileras de mutismo y hasta la tormenta más feroz se troca con la balsa del sosiego. Entonces, todo a tu alrededor pende de una dimensión desconocida, repleta de tinajas de recuerdos que bailan agitados; pero a lo que realmente te aferras es a esa memoria futura que quieres esculpir con encaje de plata, para nunca deslizarte en las grutas del abismo.

Todo cambió, decidí voltear el rumbo, convirtiendo los signos del astrolabio por el mapa incandescente del amanecer, que guía hacia la dirección correcta. Porque estaba dispuesta a hallar mi cayado de luz, que me alejaría del desgarro de punzantes acantilados y de tierras cubiertas por la niebla.

Únicamente son ínfimas fracciones de tiempo en las que el reloj se aquieta y te acorrala, sintiéndote desnuda y despojada de cualquier abrigo. Aun con todo, visualizas una cuerda indivisible y te amarras a sus nudos, tirando con fuerza inusitada, y notas tu acelerado palpitar y cómo brota dentro de ti un avasallador ímpetu que no decaerá en el torrente desbocado de la flaqueza; ni rellenará lienzos apagados ni bordeará precipicios tortuosos.

Por aquellos días, mi latir se compuso de un gran cúmulo de sensaciones extrañas. Pero fuiste tú quien merodeaba por mi mente y paseaba por mi corazón, sanando sus llagas; fuiste tú a quien me agarré. Y es que el posar la vista hacia aquello que vendrá y con ese caparazón del amor, que todo lo puede y nunca para su rueda, me hizo resurgir postrada en ese bote flotante que, con los destellos de un nuevo sol rociándome el rostro, me condujo a la orilla de la vida llameante.