"Peces muertos" de Marta Navarro Calleja

05.09.2021

El sol brillaba con fuerza, las hojas de los árboles tiritaban al ritmo del viento y un alegre coro de grillos y mirlos saludaba la mañana. Con un cigarrillo entre los labios y precisión de matemático, el abuelo calibraba la ribera. Las aguas del río se mecían al compás de nuestros remos, nubes de polen amarillo culebreaban sobre ellas y el aire arrastraba aromas de espliego y hierbabuena. Al fin, al hallar un tramo de su gusto, él frenaba poco a poco nuestro avance, asentía satisfecho y, sin una palabra, hermético y taciturno como era, comenzaba a preparar el aparejo: sacaba los gusanos de la lata, los enganchaba a la caña como cebo y me la entregaba luego con un guiño, en un tozudo empeño de contagiar al nieto una pizca de ilusión por el oficio. Todos los veranos cumplíamos con esmero aquella tradición: ensimismado el hombre en el proceso; rezando el niño en secreto por no sentir un tirón en el sedal.

El abuelo había gastado su vida a orillas del río, conocía su bravura, la rapidez de las corrientes, la engañosa calma de sus aguas. «Al río no se le fuerza, zagal, hay que ser paciente -me consolaba sin motivo, al confundir con decepción mi desasosiego-. No te apures, la tenacidad siempre obtiene recompensa». No sospechaba mi espanto y a mí me faltaba voluntad para mostrarlo. Nuestras pequeñas escapadas lo alegraban de tal modo que nunca fui capaz de confesar el desgarro que aquel espectáculo provocaba en mi alma: el miedo con que observaba apagarse los ojos moribundos de las truchas, la impresión que me causaba el sonido de sus desesperados coletazos al fondo de la barca, la angustia anudada a mi garganta tras asistir con pavor a sus últimas bocanadas en un mundo sin agua.

Yo era entonces un chiquillo de ciudad de vuelta al pueblo en vacaciones y estar con el abuelo me gustaba más que nada. Con él aprendí a distinguir el gorjeo de las aves, a estudiar el cielo y adivinar sus intenciones, a construir tirachinas y navegar barcos pirata, a contar Perseidas, prender hogueras o danzar a lo indio a la luz de las luciérnagas. Él arraigó en mi espíritu la devoción por la naturaleza y yo jamás le confesé mis aprensiones.

Pasó luego el tiempo, los años, la vida... Nuevas gentes y caminos aflojaron vocaciones y, en algún recodo, me pudo la ambición. Todo se torció. El recuerdo se diluyó en olvido y el pueblo durmió durante décadas en la ingratitud de mi memoria.

Y si hoy de nuevo regreso a sus calles, si en el silbido del viento descubro un eco de infancia y una lágrima desborda mis ojos al evocar los remansos del río, es por culpa y no es nostalgia. Es una fábrica en la ladera, es veneno entre las aguas, es un caudal de truchas muertas y una firma con mi nombre traicionando sin reparo la evidencia. Es el reproche de una voz en mi cabeza que musita:

«¡Ay, zagal!».

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)