"Para que nada nos ate" de Juan Carlos Alonso Ramírez de la Peciña

01.03.2021

Siempre que se levantaba del inodoro no podía evitar mirar hacia atrás para dar fe de paternidad en aquel alumbramiento que acababa de perpetrar. A veces, se sentía tentado de ponerle nombre a aquellas extrañas criaturas que abandonaban su cuerpo para emprender una vida autónoma lejos de su progenitor.

Patriarca orgulloso, únicamente adoptaba por un fugaz instante a los vástagos que alcanzaban un tamaño sobresaliente y asomaban soberbios sobre la superficie del agua, como queriendo conocer a su creador. Privado de la paternidad tras abrazar la fe, podía considerarse de este modo un padre ejemplar y condescendiente que hubiera sido fecundado por el Espíritu Santo y diera a luz en olor de santidad.

En cada nueva ocasión, volvía a sentirse como un verdugo en el cadalso antes de la inminente ejecución que privaba de la vida a aquellos neonatos. Conteniendo sus emociones más íntimas, se despedía de su progenie tirando de aquella cadena roñosa que colgaba de la cisterna como la soga de un ahorcado, para poner fin a una relación paterno filial tan efímera como desgarradora.

Tras cada deposición, regular y puntual cita de cada mañana, una profunda sensación de pérdida y congoja se instalaban en su pecho, resistiéndose a abandonarle durante unos minutos que, día a día, iban minando su delicada salud. Del mismo modo que cuando se masturbaba con asiduidad y vertía lágrimas tras cada pérdida, recordando el poema de 'Farewell y los sollozos'.

- 'Para que nada nos ate, que no nos una nada', susurraba los versos de Neruda a modo de despedida con cada polución, mientras imaginaba con nostalgia el tropel desbocado de espermatozoides huyendo en estampida a través de las cañerías, buscando el mar de su infancia.

Tras afeitarse y contener con brillantina su pelo ralo y rebelde, se embutía el uniforme para, a renglón seguido, ajustar el alzacuellos cerrando el último de la larga fila de botones de la raída sotana.

Por una puerta lateral contigua a la casa cural accedía directamente a la sacristía y desde ésta a la iglesia en la que, a hora bien temprana, oficiaba su misa diaria en un templo desabastecido de feligreses.

Apenas cuatro viejas moteaban el paisaje, cual manchas jaspeadas de un cuadro tenebrista, mientras escrutaban desde la penumbra aquel rictus de profunda contrición del nuevo cura que asemejaba tanto su rostro al del eccehomo que colgaba desvencijado sobre el altar.

Aquel Cristo, clavado a una cruz de madera de castaño, vencida hacia el lado derecho, modificaba severamente con su desequilibrio la perspectiva de la nave principal. Y transmitía un profundo desasosiego a cuantos la observaban desde la entrada, tras franquear el portón para acceder al templo, provocando en todos ellos una profunda e inquietante sensación de abatimiento.

Ajeno a todo, el sacerdote se dispone a iniciar la eucaristía en aquella iglesia sumergida entre tinieblas, más dispuesta para albergar el mal entre sus sombras que para prestar consuelo a almas atribuladas. Inclinándose levemente y apoyando sus manos besa el altar.

- El señor esté con vosotros, presume el cura.

- Y con tu espíritu, responden mecánicamente media docena de voces a un tiempo.