" Pan y quesillo", de Juan Fernando Ruiz Claver

22.03.2019

No queráis saber lo cerca que quedan aquellos días en que soñábamos a gritos.

El sol, que no el reloj, marcaba el tiempo y el perímetro del barrio delimitaba el universo.

Entonces mandaba la imaginación: infinita, desbordante, inagotable.

¿Jugar, dices?... Jugar era vivir y esto, aquello a su vez.

La calle bullía siempre, inundada de gritos y carreras, amén que de nubes de polvo y adoquines.

Era entonces cuando dos pedruscos feos de grandes, o bien los abrigos amurruñados, hacían de portería, osando incluso a jurar y perjurar si aquel chutazo era gol, poste o larguero, (ríete tú del VAR); ah, por cierto: si se ponía Miguelillo de portero, no valía tirar por alto.

Tocaba echar pies; aquello marcaba la distancia entre la gloria o el fracaso, pendientes del incierto designio del "monta y cabe"; salvo para Luisito, claro, que era el dueño del balón de reglamento.

Horas y horas de partidillo, solo interrumpido por el efímero paso de algún coche, o por el anhelado aviso de la "mamá de guardia" quien, a eso de las seis, gritaba generosa:

-¡Chicos, la merienda!...

Tal cual estábamos de sucios, sudorosos, rebozados en arena y desollados las más de las veces, dábamos cumplida cuenta de un cuarterón de pan de cruz y una onza de chocolate por barba.

Y luego a seguir, hasta que ya no se vea, o mejor: el que llegue a veinte, gana.

El caso era no parar. Comenzaba todo con una especie de rito lastimero: una lánguida mirada, unos golpes de nudillo en la puerta y una manida frase que, cual pueril mantra, sonaba diciendo:

-¿Puede salir a jugar Fulanito?

...Así se iba reclutando un batallón de espíritus libres e inquietos preparados para reír, gozar e inventar sin mesura.

Hoy, "La Mota", porque en la tiendecilla del señor Eloy habían traído trompos nuevos, de los de a duro, pequeños, con el rejo fino, capaces de partir por medio las peonzas grandes de un buen castañazo.

Mañana, una vieja botella de legía a medio llenar de arena, iniciaba un "Bote, Bote".

Al otro, tocaba saltar la valla del jardín de don Ramón para arrancar de cuajo las hojas de palmera, pelarles los pinchos y hacer un arco con flechas, a base de varillas de cohete con un buen bolón de hilo de cobre en la punta... ¡me caguen, que daño hacían!

¿Qué no?, pues llegaba el turno del Josefo: el chaval no jugaba bien al fútbol, dada su afición al buen comer, y siempre se quedaba "el ulti" al elegir los equipos; pero era el mejor si queríamos ganar a "Churro, Mediamanga, Mangotero". ¡Había que verle cuando dejaba caer a plomo su trasero sobre los riñones del rival!

-¡Agarraros fuerte, que salta el Josefo!

-De vez en cuando, un acontecimiento extraordinario aceleraba el pulso de todos los del barrio: ¡Había "drea" contra los vecinos de La Hormiga!

Una drea, por si no lo sabéis, es una auténtica batalla campal con palos y piedras, más o menos consensuada en fondo y forma, respetando esa regla no escrita de:

-¡No se valen piedras grandes!-...

De una drea como Dios manda era casi imposible salir sin un buen chipote o, a lo peor, con una pitera de esas que piden un generoso chorretón de Mercromina; aunque todo lo compensaba con creces el honor de ser el héroe del barrio por un día.

Luego un "Escali", o los cromos a la "dife", o el clavo (si había barro), o guerrilla de pistolas de mistos, o un rescate, o un pañuelo...

-¡Ronda, ronda; el que no se haya escondido que se esconda!...

Eran tiempos de calle, de pantalones cortos, de puertas abiertas y besos robados.

Os digo que no quedan tan lejos aquellas tardes de espigas doradas al sol, de cantos de petines y totovías, de gusanos de seda y hojas de morera; tardes de canicas y cometas, de espadas de madera y rodamientos, de chapas, de coderas...

Hoy me instalo en el recuerdo; sentado junto a mi hijo y, absorto, fijo la mirada en la pared llorando aquellos días.

Él me observa perplejo y me pregunta:

- ¿Dónde andas, papá?, al tiempo que chatea sin parar con sus amigos desde el móvil.