"Oniros" de Pere Inglés

08.11.2020

Deben de ser muchos, centenares, miles, quién sabe. El crujido atroz de sus pasos sobre el balasto suena como el de un gigante mascando pan seco. Los jadeos retumban en la bóveda del túnel. En la oscuridad, la nariz trabaja a destajo: hedor de ropas mugrientas y de cuerpos sudados sobre el tufo enmohecido del lugar. La vista no distingue nada. Mejor dicho, sí, el parpadeo de un punto luminoso al fondo. Sólo eso y a duras penas; de tan lejano, parece una ilusión. Tal vez sea la salida. Al menos hacia ella van todos a tientas.

¿Por qué está él allí? ¿Cómo ha llegado? No se puede entretener en averiguarlo. Bastante tiene en continuar la marcha sin caerse. Por las traviesas, que nota regularmente, supone que debe de estar caminando entre los raíles de una vía de tren.

Cojea cada vez de manera más patente. La llaga del tobillo le muerde como una piraña hambrienta. ¡Dios, cada paso es una tortura! Con cada uno, el dolor se acrecienta, punzante, áspero, abrasador. Ya no puede más. Se echará a un lado, se sentará y se quitará el zapato. Así podrá librarse, ni que sea por un momento, del aguijonazo. ¡Y qué si se para! Total, alcanzar la salida un poco más tarde a quién le va a importar.

Tiende los brazos al frente, gira en ángulo recto a su derecha y avanza para alcanzar la pared del túnel. Chocando con uno y otro consigue dar un par de pasos. Tropieza con la vía y cae de bruces. Al apoyar las manos en el suelo siente un chasquido en la muñeca. Caído, nota un dolor agudo en ella, mientras recibe pisotones acompañados de exclamaciones de reproche, inarticuladas, simples sonidos guturales como mugidos indignados.

¿Será finalmente aplastado por la turba inmisericorde, como reses en estampida?

Lanza un grito aterrador. Sólo se oye ese grito. Como un ciclón sonoro, ha arrollado cuanto se escuchaba.

Una luz le ciega, apenas distingue el rostro que le habla con ternura: ─Ya está, mi amor, ya está.

─ ¡Mamá! ─exclama confortado─. Me iban a aplastar...

─ No temas nada, cielo, ya pasó. Mamá está aquí y no permitirá que nada malo le suceda a su tesoro.

En aquella voz, suave y amorosa, y en el olor a leche templada y a cacao, y en la finura del negro cabello rozándole la frente, y en la tibieza de los labios en su mejilla halla un consuelo y una placidez infinitos, como ver a un perro profundamente dormido.

Se incorpora. Se bebe el vaso de leche que le da su madre. Luego le rodea el cuello en un fuerte abrazo, como si quisiera pegarse a ella, retenerla para siempre. Por encima del hombro de ella ve, en el espejo del armario, a una bella mujer de espaldas tras cuya negra melena asoma el rostro de un niño asustado. Le parecen dos desconocidos. Aunque sabe que son él y su madre, no consigue librarse de la sensación de ver a dos extraños.

Muy despacio, la madre vuelve a echarlo en la cama y le arropa. Se queda a su lado mientras le tararea muy suavemente la Canción de cuna de Brahms hasta conseguir dormirle.

Le da un vuelco el corazón al escuchar por megafonía:

─ Setenta y tres mil cuatrocientos quince, levántese y continúe la marcha. Está terminantemente prohibido detenerse. Setenta y tres mil cuatrocientos quince, ¡arriba de inmediato! ¡Camine!

Y comienzan a sonar las notas de la Cabalgata de las Valkirias a todo volumen.

¿Ha vuelto a la pesadilla?

¿Acaso ha sido un sueño el consuelo amoroso de su madre?

¡No, imposible, si se ha visto a sí mismo y a su madre en el espejo!
¿Acaso no es cierto que los espejos sólo reflejan la realidad y no las ilusiones y los sueños?

Siguen, vigorosas, las notas de la pieza de Wagner.

Apesta a mugre y a sudor. La obstinada piraña muerde su tobillo.
En la muñeca abulta el dolor. Al fondo titila la lejana lucecita.

"¡Los espejos nunca mienten!" "¡Nunca...mienten!"

Imagen: "Maternidad", de Alfonso Guerra Calle (1950-2020). Homenaje de Premio Café Español