"Nunca es demasiado tarde" de Manuela Rodríguez Jiménez

30.10.2020

Acababa de cumplir 87 años. Había tenido una larga vida junto a Mariano, su marido y padre de sus 5 hijos. Vivian en una Residencia desde hacía 5 años y hacía solo un mes que el único hijo que tenía vivo, Marianín, había fallecido.

Toda su vida había girado en torno a su marido y sus hijos. Vinieron casi de seguido: En aquellos tiempos no había más entretenimiento, a las 8 se hacía de noche y todos a la cama, y en la cama ya se sabe....

Su marido no fue mal hombre, aunque en casa solo paraba para comer y dormir y lo otro, ¡claro!. Pero nunca tuvo una bonita palabra para ella o sus hijos, ni una caricia, ni una mirada de complicidad... nunca se preocupó si los niños estaban enfermos, o si iban bien en el colegio, o si necesitaban una caricia o una palabra de ánimo de esas que solo saben dar los padres.

Ella había sido padre y madre, y bregó con sus 5 hijos varones hasta que los sacó adelante e hizo de ellos hombres de bien. De eso era de lo que se sentía más orgullosa en el mundo.
Marianín era el hijo mayor, y el último en fallecer. Fue un buen hijo. Cuidaba de sus hermanos mientras ella lavaba y planchaba la ropa de una señora rica del pueblo, para sacarse unas pesetas extra, que tanta falta hacía en casa, con el escaso sueldo de Mariano no llegaban a fin de mes.

A Juanito, el segundo, tuvo la oportunidad gracias a don Antonio, el cura del pueblo, de poder entrar en un seminario. Allí estuvo unos años en los que se formó y acabó siendo sacerdote en un pueblo de León. Hasta que un mal viento le produjo una neumonía y Dios se lo llevó joven ¡era tan bueno!
Paco y Rafael, en cuanto fueron mayorcitos, se enrolaron en un barco y estuvieron años sin saber de ellos. Un par de veces les vio hasta que un aciago día de temporal, los dieron por desaparecidos.

Y Angelito era como su nombre, un niño que nació enfermo y que les abandonó siendo un niño: ¡un angelito!.

Se levantó esa mañana y quiso hablar con la directora de la Residencia, - sin falta - le dijo a la Auxiliar que fue a despertarlos a primera hora de la mañana.

A media mañana la buscó la directora; la encontró en el salón al otro lado de la mesa en donde estaba sentado Mariano. Era habitual verles pasar la mañana en esta actitud; ella, ojeando el diario; él, sumido en sus pensamientos. Otros usuarios dormitaban plácidamente en sus sillones reclinables o paseaban arriba y abajo del amplio salón.

- Hola, Gloria ¿Querías hablar conmigo?

Sin dilación y con su mayor determinación, Gloria casi le escupió en la cara:

- ¡Quiero el divorcio!

Perpleja, la directora casi sin palabras, la cuestionó:

- ¿Cómo?

- ¡Pero si tienes casi 90 años! ¡Llevas 70 años con Mariano, es tu única familia!

Poco a poco, la directora recobró el centro y la preguntó:

- No entiendo Gloria, ¿Por qué ahora después de tantos años?

Ella, calmadamente, pero con la resolución que da el convencimiento, le contestó:

- He estado esperando a que murieran todos mis hijos para poder divorciarme.

- No quería exponerles a la vergüenza de ver a sus padres divorciados.