"Nuevas esclavitudes" de María Elena Lorenzín

26.08.2022

Es irónico saber que Sabha, dada su ubicación en medio del desierto de Libia, fuera hasta el siglo pasado un importante centro de descanso y solaz para las numerosas caravanas que cruzaban el Sahara con víveres y provisiones. Ahora se ha convertido en sitio de tránsito para quienes lo cruzan, esperanzados, camino a El Dorado europeo. Y es aquí donde entra a actuar nuestro siniestro Aladdin, un hombre fuerte, de mirada turbia y un tanto tenebrosa, de rostro curtido, medio oculto por una espesa barba. Su nombre nos retrotraía a los cuentos de Las mil y una noches, pero este Aladdin no tenía la famosa lamparita ni tampoco el anillo mágico. Por el contrario, solo nos tenía a nosotras para alcanzar sus sueños, o más bien, lo que serían nuestras "mil y una pesadillas".

Quienes han tenido la mala suerte de llegar a Sabha, exhaustos y famélicos, no encuentran ningún oasis. Las mujeres son prontamente captadas por las mafias y los hombres rematados en un improvisado mercado de esclavos.

A nosotras nos apilaban en un sótano, sin respiradero ni ventana que nos permitiera ver el cielo... Pero eso no era lo peor. Nos solicitaban a cualquier hora. A las que se resistían, las apaleaban de tal manera que no les quedaba opción. Recuerdo a Zoya, una muchacha que no tendría ni quince años, a la que dejaron que se desangrara. Era virgen y no aguantó.

Aladdin sabía muy bien cómo reclutar carne fresca cuya demanda estaba siempre en alza, a tono con el precio que, seguramente, él mismo estipulaba. Sin embargo, no creo que actuara solo. Una empresa de tal envergadura no podría llevarla a cabo una persona.

La mayor parte de las noches nos costaba conciliar el sueño. Sentíamos alivio cuando una de nosotras regresaba del infierno, aunque maltrecha y dolorida. Entonces oíamos que llamaban a otra. Generalmente escogían primero a las más jovencitas

¿Derechos? Ninguno. Tierra arrasada por la que transitaban a sus anchas, sin remordimientos ni temor a la justicia.

Eso, para ellos, era impensable. Incluso me temo que algo de complicidad habría con los agentes del orden, a los que de vez en cuando nos asignaban para ofrecerles tratos preferenciales. Entonces nos permitían una ducha caliente y una habitación mejor.

Debíamos aceptar todo, de lo contrario amenazaban con hacerles "una visita de cortesía" a nuestras familias. Con todo, los intentos de fuga no menguaban. Las más arriesgadas eran las nuevas que nada sabían del escabroso entorno carcelario ni de los perros asesinos dispuestos a todo. Yo lo intenté una vez, luego me fui amoldando, aunque sin perder nunca las esperanzas. Y llegó el gran día; acaso un guiño de Dios, quién sabe. Aladdin se prendó de mí y muy pronto me llevó a vivir con él. Posesivo, me quería solo para satisfacer sus bajos instintos.

¿El puñal? No sé cómo llegó a mis manos.

No, arrepentimiento, ninguno.

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Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)