"Nuevas esclavitudes" de María Elena Lorenzín

Es irónico saber que Sabha, dada su ubicación en medio del desierto de Libia, fuera hasta el siglo pasado un importante centro de descanso y solaz para las numerosas caravanas que cruzaban el Sahara con víveres y provisiones. Ahora se ha convertido en sitio de tránsito para quienes lo cruzan, esperanzados, camino a El Dorado europeo. Y es aquí donde entra a actuar nuestro siniestro Aladdin, un hombre fuerte, de mirada turbia y un tanto tenebrosa, de rostro curtido, medio oculto por una espesa barba. Su nombre nos retrotraía a los cuentos de Las mil y una noches, pero este Aladdin no tenía la famosa lamparita ni tampoco el anillo mágico. Por el contrario, solo nos tenía a nosotras para alcanzar sus sueños, o más bien, lo que serían nuestras "mil y una pesadillas".
Quienes han tenido la mala suerte de llegar a Sabha, exhaustos y famélicos, no encuentran ningún oasis. Las mujeres son prontamente captadas por las mafias y los hombres rematados en un improvisado mercado de esclavos.
A nosotras nos apilaban en un sótano, sin respiradero ni ventana que nos permitiera ver el cielo... Pero eso no era lo peor. Nos solicitaban a cualquier hora. A las que se resistían, las apaleaban de tal manera que no les quedaba opción. Recuerdo a Zoya, una muchacha que no tendría ni quince años, a la que dejaron que se desangrara. Era virgen y no aguantó.
Aladdin sabía muy bien cómo reclutar carne fresca cuya demanda estaba siempre en alza, a tono con el precio que, seguramente, él mismo estipulaba. Sin embargo, no creo que actuara solo. Una empresa de tal envergadura no podría llevarla a cabo una persona.
La mayor parte de las noches nos costaba conciliar el sueño. Sentíamos alivio cuando una de nosotras regresaba del infierno, aunque maltrecha y dolorida. Entonces oíamos que llamaban a otra. Generalmente escogían primero a las más jovencitas
¿Derechos? Ninguno. Tierra arrasada por la que transitaban a sus anchas, sin remordimientos ni temor a la justicia.
Eso, para ellos, era impensable. Incluso me temo que algo de complicidad habría con los agentes del orden, a los que de vez en cuando nos asignaban para ofrecerles tratos preferenciales. Entonces nos permitían una ducha caliente y una habitación mejor.
Debíamos aceptar todo, de lo contrario amenazaban con hacerles "una visita de cortesía" a nuestras familias. Con todo, los intentos de fuga no menguaban. Las más arriesgadas eran las nuevas que nada sabían del escabroso entorno carcelario ni de los perros asesinos dispuestos a todo. Yo lo intenté una vez, luego me fui amoldando, aunque sin perder nunca las esperanzas. Y llegó el gran día; acaso un guiño de Dios, quién sabe. Aladdin se prendó de mí y muy pronto me llevó a vivir con él. Posesivo, me quería solo para satisfacer sus bajos instintos.
¿El puñal? No sé cómo llegó a mis manos.
No, arrepentimiento, ninguno.
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Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)