"No hace tanto", de Julio Herrero Romero

04.04.2019

Volvió la cara con miedo. Le habían dicho que estaba siempre abierto, que no se preocupara, que vería una luz y justo al lado la campanilla. Pero la mañana era fría y no acababa de amanecer. La niebla que cerraba el paseo no dejaba ver la copa de los plátanos. Habían pasado más de ocho meses desde que llegó del pueblo empujada por el hambre y el deseo de mejorar su situación. Cuando aquellos hombres se llevaron al padre también era de noche. Solo podía recordar los lloros de su madre, acurrucada entre sus piernas oliendo a la sopa que acababa de preparar con lo poco que quedaba. Luego, también ella faltó, y le dijeron que en la ciudad le darían trabajo. Que en aquella casa que tenían los señores de la casona del pueblo, seguro que al menos podría comer y que no le faltaría una cama. Acostumbrada al trabajo del campo, las tareas de la casa no le pesarían y además podría salir una tarde a la semana y quién sabe si visitar a la amiga que había ido antes para allá. Pero hacía frio y la caminata se le estaba haciendo eterna. Al cruzar las vías del tren había visto la silueta del edificio entre la bruma y un escalofrío la recorrió entera sintiendo la boca seca y el sabor amargo del miedo. Giró la cabeza. No había nadie y sin embargo creía que las sombras de los árboles ocultaban los peligros que de pequeña la habían hecho correr tantas veces hasta su casa, allá junto al rio. Pensó en su madre. Que diría si viviera. Pero ahora ella decidía que eso era lo mejor. Solo Herminia lo sabía y le dio la dirección de las monjas que la ayudarían a pasarlo ocultándolo a todo el mundo. Ni la señora le había preguntado por su mala cara, ni los mareos de la mañana. Ni cuando había vomitado al oler aquel guiso. Nada. Solo Herminia y se lo dijo con voz muy baja -allí no preguntan- y ahora estaba frente a la pequeña puerta en el lateral de Nuestra Señora de las Nieves. Volvió a mirar hacia atrás. Y tocó la campanilla.