"Mudanza" de Mariana del Ros

08.10.2021

Te llevaste tu ropa y quedó la mitad del armario vacío. Te llevaste el televisor de la sala y dejaste el del dormitorio, aunque nunca volví a encenderlo. Las baterías del control remoto se sulfuraron y dejaron una mancha amarilla sobre la mesa de luz. Te llevaste esa cómoda que habíamos elegido juntos para tener más organizados los papeles. Dejaste el acolchado que me levantaba la temperatura en invierno, pero hoy sigo teniendo los pies como un bloque de hielo noche tras noche. Dejaste las sillas que hacían juego, un espejo una de la otra, que siempre teníamos ocupadas por la ropa del día anterior.

Te llevaste al gato, dejaste los peces que encontré flotando boca arriba cuando una semana después salí de la habitación. Encontré que también falta tu espuma de afeitar, aunque dejaste esa colonia con aroma a incienso de feria americana que nunca te ponías. Te llevaste tus viejos discos de vinilo, y esa vaporera donde ablandabas los repollitos de Bruselas antes de saltearlos en oliva y ajo. Te llevaste la computadora y dejaste la netbook en la funda. También dejaste colgado de la pared ese cuadro que nos regaló mi tía cuando anunciamos nuestro compromiso. La pintura se ha ido descascarando, cuelga en jirones como los pétalos de una flor marchita.

Y ya que mencionamos las flores, dejaste todas tus plantas. Hubiera apostado que te las llevabas, si eras vos quien antes de dormir regaba las macetas. Los días y las noches que se sucedieron después de que te fuiste, en lugar de secarlas, las vieron crecer y extenderse. Tomaron primero todo el balcón. Yo ya no salía al balcón, pero ahora no hubiera podido hacerlo ni siquiera queriéndolo, la densidad de la vegetación me impedía atravesarlo sin lastimarme con las espinas y las hojas con pinches. Las plantas siguieron creciendo. Bajaron por la ventana y ocuparon el suelo del dormitorio. Se metieron dentro del armario y se adueñaron de mi ropa, que ya no visto ni para salir a hacer las compras. Subieron por las patas de la cama y tapizaron de verde el acolchado. Se adueñaron de la pantalla resquebrajada del televisor que dejaste atrás. Sus raíces se alimentaron del charco de sulfuro que dejaron las baterías vencidas dentro del control remoto que nadie usa. Treparon por las paredes del dormitorio, escalaron las cortinas y llegaron hasta el cielorraso con sus dedos verde savia. Trabaron con ramas gruesas las aspas del ventilador y ocuparon con su ser vivo, latente, los huecos del radiador que habías instalado dos inviernos atrás. Ya no es posible modificar la temperatura del dormitorio. De cualquier forma yo tiemblo.

Rozar mis dedos unos con otros me provoca dolor. Prefiero tenerlos separados, sentir cómo crecen y se ramifican. Salir debajo del acolchado, que ahora es verde, me parece un ejercicio fútil. No siento el hueco en el estómago, me alimento del aire, del sol, de la humedad que se acumula en las paredes. Mi piel también ha ido adquiriendo una tonalidad verdosa que me permite transformar en alimento los rayos que se cuelan por entre los vidrios quebrados y enmohecidos de la ventana por la que juntos mirábamos el amanecer.

Cuando por fin me decida a cerrar los ojos y sentir que se transmutan en bayas, en nudos de madera o en semilla, cuando deje de caerme el pelo y sea definitivamente reemplazado por hojas, cuando la habitación no parezca un cuarto cubierto de plantas sino un jardín que supo ser el Edén pero que dejó de serlo, cuando el follaje ya no permita que entre la luz del exterior y la única manera de producir alimento sea una retroalimentación de la materia vegetal devorándose a sí misma, tal vez ahí sí te habrás ido del todo.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)