"Mujer en topless", de Amador Palacios

04.04.2019

Desde media mañana, con su mujer y otra buena pareja amiga, se dispone a consumir una gran parte de las horas diurnas tumbado en la orilla de una de las muchas playas de ese singular barrio de la ciudad costera. Por un módico precio se han alquilado cada uno una larga y reclinable hamaca de plástico y rafia, y cada dos una sombrilla de esparto con funcionales alcayatas clavadas en su palo, tronco de la simulada palmera, muy útiles para colgar algún objeto de lo que portan. En la hilera anterior en la que están ellos se ha colocado un grupo de mujeres de diferentes edades: la madre de alguna de ellas a la que la chica más joven comenzó aplicándole un poco de crema bronceadora. Todas se habían despojado ya de sus vestidos y lucían sus trajes de baño, mayormente bikinis. Esa muchacha joven era rubia, de rostro risueño y ojos algo achinados; representaba unos treinta años, edad de una exquisita juventud experimentada. En un momento dado la chica se despojó de la parte superior del bikini y, frente a él, mostró su pecho. Su silueta no era ni delgada ni gruesa. Su piel clara, de barniz blanquecino, estaba acariciada por un suave pigmento de sol benevolente. Su pecho no era ni turgente ni caído, la aureola en torno a los pezones se manifestaba con una timidez aguerridamente rosada. Su belleza era una belleza discreta, sumamente agradable. Él la miraba complacido y sereno, sin devenir ningún atisbo de excitación en la epidermis. En el largo rato en que pudo tener totalmente a su disposición el gozo de observar su perfecto pecho, no vio a la chica en todo momento, pues su hamaca se situaba de espaldas a él. Sólo si se levantaba y se giraba para alcanzar alguna fruta, o dar más crema bronceadora a su madre, sí podía disfrutar del merecido turno en su delectación. Cuando ella se dirigió al encuentro de las olas rompientes, también él se levantó y la siguió adentrándose en el mar. Ella recorrió unos metros de la playa, hacia el horizonte, en busca de las olas más lejanas, volviéndose entonces hacia él, desdeñando así el horizonte y enseñando de nuevo su lustroso pecho. Fue la única vez que oblicua y relajadamente se miraron. De nuevo ambos en la arena, la mujer se sentó en una silla de tijera, al sol, situada de tal manera que, en la sombra, él la podía contemplar por entero. Nunca se enlazaron en una tensa mirada, pero la posición ladina de la cabeza de ella se orientaba en ocasiones a la zona de él. Un momento antes de retirarse las dos parejas a comer, el grupo de mujeres se vistió, ella se ciñó la parte de arriba de su bikini y se cubrió con su ligero vestidito. Dejaron todas sus bártulos en su plaza y se alejaron en dirección a un contiguo chiringuito. Al poco rato, los cuatro amigos hicieron lo mismo, alargando las toallas en las hamacas para ir a degustar sabroso almuerzo en el lindo patio de la casa que ocupaban en el trasegado paseo marítimo, a solo unos metros de la playa. Al tornar a la arena, el espacio ocupado en la mañana por el grupo de mujeres estaba totalmente vacío. Las hamacas sin toallas. Ningún cesto a su vera. De las alcayatas no colgaba nada. Los esplendentes pechos se habían ido, ¡para siempre! Superó su pequeña contrariedad recordando los magníficos versos de Gabino-Alejandro Carriedo que proclaman que en esta vida toda pasa. Todo en el mundo pasa, "salvo la cicatriz".