"Monaguillo", de Miguel Ángel Moreno Cañizares

02.06.2019

Estoy aquí recostado sobre la barra, el lugar reservado para mis ensoñaciones, después de haber consumido el primer vaso de un solo trago. Pido otro tinto a la Celia para calentar de una vez por todas las tripas, que se empeñan en removerse ahí dentro. Fulmino el morapio en un santiamén y los recuerdos me afloran imparables. Entre trago y trago, me regalo mi propia historia. La buena y la mala, que de todo ha habido en mi trayectoria existencial. Y con preferencia revivo los años adolescentes, donde fui a ratos feliz, a ratos desdichado. Como le pasa a cualquier ser humano. 

Así sucedió que un día don Gervasio, el párroco, tras plantarse ante mis alpargatas, me dijo: "Santos, deberías vestir mejor. Por qué no te compras un traje, una camisa blanca y unos zapatos". Más que un consejo fue una orden. "A la misa hay que ir aseado, que es lo que manda el Señor". El problema era el dinero, que casi siempre me ha sido esquivo. Algo debió barruntar el cura porque esa misma noche se presentó en mi casa y en presencia de mis padres -pobres padres- aflojó sobre la mesa un manojo de billetes. "Ya me lo devolverás más adelante, jovencito", alardeó antes de dar media vuelta. Le hice caso en buena medida, aunque a decir verdad aquel traje desentonaba con mi aspecto barbilampiño. 

Cuando aparecí en la iglesia con mi percha de estreno, el pelo engominado y el cuello perfumado, todo el mundo se asombró, incluido don Gervasio. Tal fue su contento que se le ocurrió que en adelante sería su ayudante en los oficios de los domingos y fiestas de guardar. ¿Yo, monaguillo con 18 años? Acordó con mi progenitor el reparto de mi persona de tal forma que el cansancio se me acumulaba. El trabajo en el campo agotaba mis reservas y en las escasas horas de cama el sueño se me negaba con frecuencia. Lo advirtió don Gervasio un viernes de Dolores, pues me miró con ojos lánguidos, me envolvió con sus brazos y dijo: "Muchacho, te estás quedando en los huesos. Necesitas comer bien y rellenar esas chichas". 

Pasó pues que en adelante comencé a frecuentar por imposición la taberna de Anselmo, donde el cura y yo degustábamos las comidas caseras de Lola, ricas en sabor y condimentos. Y entre bocado y bocado, el clérigo me entretenía con historias de antaño regadas a la sombra de un tinto de la casa. El hombre era ilustrado, no me cabe duda, aunque la lengua se le trababa a veces con el trasiego de sorbos. Suya era la afición a la garnacha y pronto se me contagió el amor por tan sugerente compañera de mesa. Una tarde, tras los postres, don Gervasio recitó al poeta José Mª. Muñoz con especial sentimiento. "El vino en la bodega es como un amigo que espera la llegada del momento de volver a rememorar el canto del retorno, la balada del reencuentro". 

Sus palabras ablandaron tanto mi corazón, turbado por los vapores etílicos, que me provocaron el llanto de la manera más inocente. "No debes llorar, criatura, que los hombres no están hechos para lágrimas. Bebe y sonríe, que ahora toca disfrutar", me animó. 

El caso es que a las comidas añadió don Gervasio las cenas, por supuesto nutridas con malvasía, y a ellas sumó la invitación al reposo entre sábanas. Fue en ese insospechado trance cuando advertí que sus manos largas no me procurarían el paraíso y lo despaché con un estruendoso empujón. 

A raíz de ello, él olvidó las ganas de recitar y yo he mantenido el gusto por los buenos caldos.