"Mi muerte más optimista" de María D. Serra Laliga

- Si muero antes que tú, tú me cerrarás los ojos. Serás tú lo último que vea, así seguiremos juntos en la eternidad. De cara al mar que nos vio nacer.
- Sí, padre -prometí a lo tonto. Pensaba en otras cosas. ¿Y mi regalo de cumpleaños?
Yo repetía mi promesa año tras año. Siempre lo mismo. Su regalo. Eternidad en su compañía. De cara al mar. Él me miraba fijamente. Sus globos viscosos se hinchaban aumentando su forma convexa. Lunas crecientes que chocaban con los míos y los desinflaban. ¡Mis pobres ojos cóncavos!
- ¡Prométemelo!
- De cara al mar -insistía él.
Mar. Lágrima salada encargada de humedecer el globo terráqueo cada vez más reseco, más arisco, más letal.
Sospeché que tal vez él era el mar. O un pez metamorfoseado o una abominación no imaginada de Lovecraft. Yo prometía y él se balanceaba en su mecedora, hipnotizándome con el vaivén de sus mares oculares que crecían y decrecían a voluntad del movimiento. Me tenía atada a él por aquella promesa tan absurda como cualquier promesa.
No podía huir.
Pero podía obsesionarme.
Si me miraba una gaviota, un vecino, una nube... yo sudaba. Si un semáforo ponía sus ojos en rojo... o en verde, yo empalidecía. Ojos motorizados, televisados, una taza me mira, ¡una cerradura!... Malditos ojos que me robaban la vida para enterrarme en la eternidad.
Morir naturalmente, sin intención, que no se note que hago trampa. Suicidio que parezca un accidente.
No contaba yo con sus secuaces. Resbalé por la borda de mi barco, después de encerarla, y caí al mar; me incliné temerariamente sobre la barandilla, llevando mi mochila repleta de obras de Lovecraft (por el rollo de la justicia poética) y caí al mar; después de una comilona, vomitando caí al mar. Y siempre, desde los abismos oceánicos, llegaba puntual para salvarme un Kraken o Moby Dick o la serpiente Morgawr o el mismo calamar gigante que quiso engullir el Nautilus. O el Cthulhu, que aprovechaba para afianzar su identidad mirándose en las páginas de los Lovecrafts hundidos en mi mochila.
No morí. No me dejaban. La muerte se me escurría como un pez. Se me escapaba mientras me miraba, burlona, con los mismos ojos que tendría que cerrar.
A menos que cambiase de escenario.
Me despedí de mi noble muerte casual y marinera. El mar, lleno de peces, llenos de espejos redonditos que no te quitan la vista de encima, no era el lugar apropiado. El monte, pues. Una muerte de secano. Las montañas están llenas de árboles con cabelleras de quita y pon. Sin ojos. Eso pensé. ¿Mi plan? Caminar y morir de agotamiento o de frío o despeñada o de aburrimiento. O de morriña: mi mar.
O de miedo. Los árboles abrieron sus ojos a mi paso y, apuntando bien, desplegaron sus ramas para devolverme al puerto. A un pino, con el esfuerzo, se le escapó una piña que me dio en el ojo y me dejó tuerta. Medio ciega, me apoyé sobre el árbol caído y rodamos monte abajo hasta que la vida se detuvo al borde de su mecedora. Mi papel matamoscas. Furioso porque se quedaba a medias él me cerró el ojo.
Me reí (último gesto).
Media eternidad de mierda siempre es mejor que una entera.