"Material literario" de Ángel Sáiz Mora

20.09.2021

Mis padres tenían razón. Era demasiado rebelde. Me costaba aceptar imposiciones, seguir caminos marcados. No comprendía cómo, dada mi inclinación hacia las ciencias, era posible que tuviera un profesor de Lengua y Literatura tan exigente. Se le había ocurrido que escribiésemos un relato a partir de una situación cotidiana, aderezado con algún conflicto, hasta llegar a un desenlace que intentara sorprender. El plazo de entrega terminaba al día siguiente.

A mis carencias formativas se sumaban las personales. Sentía una atracción singular hacia una hermosa camarera. Cada tarde, tras las clases, me maravillaba verla atender las mesas de un viejo café, donde siglos atrás se dieron cita literatos. Yo nunca hubiese entrado con mis amigos en un garito como ese, pero esta vez estaba solo. Pensé que tal vez allí, imbuido del espíritu creativo de otra época, me llegaría inspiración para concebir alguna historia, también para superar la timidez y conocer por fin a quien tanto me deslumbraba.

Pedí un café, con azúcar morena, dije, para hacerme el interesante. Quise pensar que la sonrisa que me dedicó era algo más que profesional. Una chapa decía que se llamaba Laura.

Abrí la aplicación de «Notas» en el móvil. Supuse que algo se me ocurriría. Estuve un buen rato con la pantalla en blanco y el ceño fruncido. Sin saber cómo empezar el dichoso relato, acaparó mi atención un recién llegado, con traje de otro siglo y sombrero.

Era imposible que pasara desapercibido semejante personaje de opereta, aunque nadie, salvo yo, le prestaba atención.

El tipo no dejaba de observar a Laura, con un interés no menos entregado que el mío.

Quizá se percató de mi vigilancia, porque pronto recibí su mirada directa y prolongada, que no fui capaz de mantener. Ya que tenía la cabeza baja, aproveché para tratar de convertir en narración estas vivencias recientes. Contaba con un triángulo de personajes lleno de posibilidades: aquel individuo, Laura y yo.

Él, por su parte, extrajo algunas cuartillas de una cartera de piel, seguidas de una inesperada pluma de ave y un tintero. Empezó a garrapatear, al tiempo que me observaba sin disimulo.

Encendía un cigarrillo tras otro, ajeno a la prohibición sanitaria de fumar en interiores, con el estilo consagrado de los estrellas de las películas clásicas en blanco y negro que apasionaban a mis padres. Un comportamiento tan descortés, incluso delictivo, no molestó a ninguno de los presentes.

Poco tiempo más tarde, recogidos sus papeles, bajó un poco el ala del sombrero en señal de saludo antes de marcharse. Con timidez, levanté una mano para corresponder.

Al pagar mi cuenta pregunté a Laura quién era ese hombre y cómo se le permitía consumir tabaco Me respondió con extrañeza que en esa mesa no se había sentado nadie durante toda la tarde. Sé que pensaba que mi pregunta solo era una excusa para charlar, un hielo que había conseguido romper, como también esbozar el relato, aunque me faltaba un final. Ya he dicho que lo mío nunca ha sido la imaginación.

Salí del establecimiento. En una bocacalle habían un puesto con libros antiguos. Mis ojos se detuvieron ante un pequeño volumen, una novela muy corta, de cubierta ajada y páginas amarillentas. Sentí el impulso de comprarla. Cuanto revelo a continuación es un resumen de su argumento:

Un hombre describe su coincidencia con un joven del todo inusual, a quien encuentra sentado en el café literario del que es cliente. A nadie llama la atención la extraña vestimenta del mozo. Manipula con soltura una caja luminosa, que por algún prodigio genera palabras que responden al movimiento de sus dedos. El narrador, a la vez que personaje, cuenta que ese joven parece igual de interesado que él en la hermosa camarera del local, aunque no llega a estallar una previsible rivalidad entre ellos, al contrario, por alguna causa le toma afecto. Después decide que sus caminos, por el bien de ambos, nunca vuelvan a cruzarse, además de publicar esta pequeña historia, que no he dejado de leer día tras día durante sesenta años, incluso ahora, cuando la vista me falla y Laura, mi Laura, ya no puede escucharla. Espero que nuestros hijos la conserven.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)