"Mariposas de papel", de Ester Ruiz Martín

07.06.2019

Lo que más le aterraba era no volver a sentir su piel. Esa sensación de no ser nada ni nadie, algo inerte. 

Donde la llevaban sus ojos, esos ojos delicadamente azules una y otra vez, era donde se sentía segura. Caminaba por las mismas calles que lo hicieron juntos, cogidos de la mano y sin temor a perderse. El corazón se llenaba de una mezcla entre angustia y felicidad completa, indescriptible humanamente. Y sin embargo deseaba sobre todas las cosas regresar a aquellos recuerdos.


Nunca un alma fue tan dichosa y nunca la dicha encontró un alma tan pura. No había defectos, no había reproches, sólo la tristeza de la separación inevitable que se hacía infinita. 

Guardaba en aquella caja vieja el trozo de papel que le entregó la primera vez que se encontraron, un lugar y una hora. Pensó no ir, al fin y al cabo no conocía sus intenciones y sólo se habían mirado por casualidad. Cuántas veces pensó que si no hubiera ido nunca habría sabido lo que era el amor eterno. 

La historia de amor jamás contada, una historia secreta que sólo ellos conocían. El, un hombre acomodado y sensible. Ella, una gran profesional y alma blanca. Eran incapaces de no mirarse, de no reírse, de no entrelazar sus manos sobre la mesa. Mientras, hablaban de su sentir, de cómo pasaban las horas infinitas hasta que se reencontraban. No era deseo, era amor, del bueno, del verdadero, del que inunda los corazones y los desborda para no volver jamás a ser los mismos.
Caía la noche, se ocultaban las sombras del atardecer y comenzaban a encenderse las farolas. Entró a la cafetería y allí estaba ella, sola, con la taza de té entre las manos con la mirada perdida. En el mismo rincón, en la misma mesa, pero sola. Quizá soñando, quizá penando. 

Cogió su chaqueta y salió a la calle. La siguió, apenas unos metros les distanciaban. Mientras, las farolas iluminaban las calles y soportales más intensamente. En la plaza, un tiovivo giraba sin cesar. Ella siguió caminando, aunque le pareció verla sonreír al escuchar cantar a los niños. Nunca un alma fue tan dichosa y nunca la dicha se encontró un alma tan pura. Entró en el pequeño hotel de la plaza, un hotelito lleno de encanto y acogedor. Se atrevió a acercarse.

- Disculpe, hace tiempo que quería preguntarle si es de esta zona.

Le miró con asombro, temblorosa.

- Oh! Perdón, mi nombre es Moisés, Moisés Sánchez, soy escritor.

- No hay nada que perdonar -dijo ella y sonrió levemente-. No soy de la zona aunque estoy muy unida a ella. Y ahora si me disculpa, me retiro, vengo de despedir para siempre a alguien muy querido y necesito descansar. Buenas noches. 

Se alejó, como quien sabe que nunca va a regresar. Serena, frágil, con el corazón hecho pedazos y el alma blanca. 

Había caído la noche, fría y solitaria. Las calles estaban vacías. Oía sus pasos en los adoquines mojados por la leve niebla que caía apresurada. Esa misma niebla que envolvía aquella noche los corazones rotos. Nunca podría olvidar su mirada, su tristeza contenida, su angustia reprimida. Habría querido abrazarla, consolarla, habría querido decirle lo mucho que la quería, que la necesitaba. No era el momento y posiblemente nunca lo fuera.

Prometió darle el mensaje cuando se despidieron para siempre, pero fue incapaz de hacerlo cuando la tuvo enfrente. 

A la mañana siguiente dejó una nota para ella en la recepción del hotel y después se alejó. Era incapaz de mirar sus ojos, de sostener esa mirada triste y hundida y confió su promesa a la tinta de una pluma. Al escribirla, no podía contener las lágrimas, pero tenía que hacerlo. Sólo una frase para cumplir la promesa, sólo una de todas aquéllas que debía recordar, la única que contenía toda la felicidad vivida ...