"Mariposas de mansa muerte" de Luis Nazaret Solís Mendoza

23.08.2021

No siempre se empieza con las palabras indicadas, pero sin duda son las que deben estar ahí, a la sombra de infinitas posibilidades paradigmáticas, alimentándose de las que fueron borroneadas o desterradas al cajón de los tal vez. Estas palabras que usted ahora lee son las que el escritor creyó que eran las adecuadas en ese segundo en que la inspiración vino a su rescate y fecundó en el paladar el adjetivo que le diera sentido a la afanosa descripción de la lluvia, de su caída y de su gorgoteo sobre el pavimento. Yo, como corrector profesional, me enfrento de golpe a esa urdimbre de emociones que van de un lado a otro, en su intento por formar algo que tenga sentido, que guste y que sea inolvidable. Algo con alma. Pero no, mi trabajo no consiste en amasar lo que otro ha emulsionado. Yo me limito a cambiar una coma, a enderezar frases y a sugerir unidades léxicas que hagan brillar lo que aquel o aquella han escrito. El editor es quien se enfrenta cara a cara con el autor y le dice qué cambiar, qué mejorar. O eso era en los viejos tiempos. Lejanos. Editor y autor se llevan los aplausos o las derrotas. El corrector pasa inmediatamente al olvido. Alguna vez compararon mi profesión con la de un mecánico: limpiar, reemplazar las piezas, tener la maquinaria a punto y que todo funcione bien. Pura ignorancia.

Un corrector también debe abrir su corazón y enamorarse de lo que cae en sus manos, de la misma manera en la que el escritor ama cada uno de los seres que ha dado vida a través de las teclas del ordenador. El corrector es el alter ego del autor. Esta no es una vil afirmación. Hagamos un breve ejercicio de reflexión y respondamos sobre qué clase de escritor se avergonzaría de lo que ha obrado su alma. Ergo, ¿qué clase de corrector es aquel que no siente la misma pasión que sintió el autor al comparar la caída de la lluvia como mariposas de mansa muerte? Cito el contexto lingüístico, para evitar carroñeras lecturas: «Mariposas de mansa muerte caen divertidas en esta tarde de invierno. Así luce el día en que mataré a la mujer que amo». Sería un crimen literario el reemplazar cualquiera de esas cuatro palabras para evitar la cacofonía del sonido de la letra eme: ma - man - muer. La belleza de esta comparación reside en la superación del ruido en favor de la aparente paradoja de la imagen. Cualquier sinónimo podría eliminar la insoportable aliteración, pero destruiría lo que el autor quiso expresar. Intente cambiar mansa por, digamos, pacífica o dócil. Además, nótese que estos mismos sonidos casi se repiten en la segunda parte de la estructura, como reforzando semántica y fonéticamente la idea en un todo insegmentable. ¿Qué alma atormentada ha logrado tan admirable declaración de intenciones? ¿Quién es capaz de comparar la lluvia con la muerte, y estas con el accionar consciente del personaje? Yo fui incapaz de tocar una sola letra. Sabía que las distorsiones fónicas eran inadmisibles y que mi trabajo corría peligro si no era capaz de mejorar esa redacción. A pesar de mis miedos, no me atreví. Sí realicé algunos cambios sin importancia, alguna tilde en alguna interrogativa indirecta y alguna que otra precisión léxica. Mantuve la mayoría de los ¿errores? incluso a sabiendas de que el autor no tuvo ninguna otra intención -metafísica o psicológica- al distribuir indecorosamente palabras en las que el sinfón tr chirriaba con mucho escándalo. Sin embargo, tales cambios sin importancia dieron muerte al texto original. Lo había asesinado. Y me quedé ahí, absorto, releyendo el cadáver de una novela que no era ni de él ni mía; un cadáver que, milagrosamente, respiraba y daba vida a algo que se nos iba escapando de las manos.

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Imagen: Autor, CIRO MARRA