"Mañana no saldrá el sol" de Marcela Jiménez de la Jara

28.10.2021

"Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente. Llevar un diario para comprenderlos. No dejar escapar los matices, los hechos menudos, aunque parezcan fruslerías."
(Jean -Paul Sartre, "La náusea".)

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Es lo que pensó ese día sábado al acostarse; el otoño se venía encima y el frío ya se insinuaba por las rejillas de las numerosas ventanas de ese departamento que había comprado al contado después de vender la casona de Vasco de Gama.

Y así fue; tras despertar y dudar si se levantaba o no, constató que ya eran casi las nueve y que el sol se negaba a aparecer como ocurría en los luminosos días de verano que ya habían quedado atrás.
No pudo evitar situarse en su casa secundaria con el sol jugueteando en el mar que, tras el ventanal del living, amenazaba a veces con introducirse en el departamento.

En la lejanía, las embarcaciones de los pescadores de la bahía de Horcón y más allá, esos edificios amarillos que parecían caerse al mar. A la derecha visualizó también la playa de las Conchitas y la de La Luna, en donde dicen que osados veraneantes practican el nudismo.

Recordó con extraordinaria nitidez sus rápidas bajadas por el acantilado en ese camino pedregoso e irregular y como muchas veces se veía obligada a detenerse en ese par de glorietas que oficiaban de miradores y que dejaban ver a la distancia las rompientes y el roquerío. Recordó también esa dulce molicie mientras el sol la acariciaba entre los pinos; era el merecido descanso de ese momento sin tiempo ni relojes. Algarrobos, chañares, pimientos y muchos cactus rompiendo y matizando el paisaje, compitiendo con las astromelias y los huilles y con maitenes y pullas, además de los caprichosos y amenazantes litres.

El bosque la invitaba también con ese aroma especial de campo y playa y la alertaba con sus sonidos de pájaros solitarios que alimentaban a sus polluelos o que habían perdido su rumbo y regresaban hacia el mar. A veces, cuando oscurecía, partía con su bastón como compañero y desafiaba con maestría las irregularidades del terreno, imaginándose que retrocedía a su infancia y que esos árboles añosos eran el parque de la hacienda de su bisabuelo. Más allá, una cancha de tenis algo abandonada, y ese banquito bajo un árbol frutal ya invadido por los gorriones y por las abejas, que prometían afanosas un pote de miel.

En ese bosque la soledad no se hacía sentir. Conversaba consigo misma estableciendo diálogo con sus ancestros quienes curiosamente le respondían. Muchas veces, apareció su madre que diligente le entregó secretos prácticos de cuidados de la casa y vio también a la Mari y a la Julia, esas dos nanas que habían muerto trágicamente en accidentes, mientras se desplazaban a sus lugares de trabajo.
El sol era entonces su compañero, aunque a veces, era rabioso y agresivo como le ocurrió esa mañana en la plaza de Puchuncaví.

Allí estaba esa realidad urbana de provincia con rostros amables y curiosos que la distinguían como forastera. Era una cara nueva y había ocupado el único banco junto a los juegos infantiles que estaba a la sombra y que ofrecía como panorama el paisaje de una iglesia de pueblo y de una farmacia, también pueblerina y diligente.

II

Pero tras la ensoñación y los recuerdos, lo que en realidad la esperaba, era solo un domingo opaco y gris.

III

Sin embargo, la realidad fue otra. Sus amigas del piso 13 la invitaron acogedoras a un pisco sour con ostiones a la palmesana, vino blanco y pasas al ron revestidas de chocolate como postre, más galletas holandesas compradas en el supermercado.

Y fue allí, como surgió la conversación entre iguales que solo puede darse en el secreto de una larga vida homologada por penas y alegrías de viejas mujeres, que con el testimonio biográfico de Simone de Beauvoir, pretendieron ser felices compartiendo con los patriarcas, pero sin enemistarse con ellos.

¿Fue eso posible?

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)