"Malo", de José María Salbidegoitia Arana

23.05.2019

- No puede ser. No me lo puedo creer. ¡Mierda!

Por el reflejo del cristal del escaparate de la juguetería enmarcado en adornos navideños, veía una pistola apuntando a mi nuca. Si. Era cierto, era él. Ni tiempo para girarme. Detonación e intenso calor y dolor.

- ¡Mierda!, exclamé.

La mano de mi hijo de dos años se desliza entre mis dedos. Con cara pálida, abrió sus ojos y miró al asesino.

Caí de espaldas, el suelo frío, mojado y, sobre todo, duro.

- ¡Mierda!, volví a exclamar.

Mi hijo me miraba llorando y decía: - Malo, malo.

Al poco tiempo estoy rodeado de rostros que apenas distingo. Nadie había visto nada. Un hombre con prisa dijo que había oído un petardo, o algo así.

Luces de coches policiales y ambulancias, mirones de reojo que cuchichean frases hechas se alejan con una mezcla de rabia, miedo, estupor y complicidad: "no hay derecho, delante de un niño", "son unos asquerosos", "qué mala imagen de nuestro pueblo".

Una enfermera coge en brazos al niño y le pregunta: - ¿Estás bien?

Llorando, mi hijo señala el callejón y dice: - Malo.
- Ya, pero tú eres bueno. ¿A que si?. El niño mirando al suelo, asiente con la cabeza.

Camilla, traslado al hospital, sirenas, luz blanca y ... ¡Caronte a la vista!

Durante la travesía le conté que me había asesinado un Jano con un rostro encantador para el nosotros y otro aterrador para el ellos. Un Mesías que sentía amenazada una milenaria identidad, que asumía la responsabilidad de velar por la auténtica identidad del pueblo y se autoconvenció de ser el elegido como salvador y depositario de ese legado milenario. Un desertor de seminario, pero fiel a la orgía de la salvación luchando contra el mal. Un descreído que ha sustituido el paraíso celestial por el terrenal, pero creyente en la nueva fe de la religión patriótica. Un portador de quintales de dignidad de un pueblo, para ocultar las toneladas de odio hacia el que piensa diferente.

Un nuevo Dios que imparte justicia divina y decide sobre la vida, la muerte y los derechos de los demás. Un buscador de conflictos, creador de enemigos a eliminar para lograr ser él el conflicto. Un intérprete de lo que quiere el Pueblo. Un perverso devoto de lo sublime, de la melancolía y de la nostalgia del siempre fue, pero nunca es. Un recitador de letanías de autoafirmación, de agravios a nosotros y a lo nuestro. Y al mismo tiempo, un amante de su familia y de los suyos, un simpático vecino, siempre en cuadrilla, alegre, reivindicativo en el barrio y dinamizador de las fiestas patronales.

El barquero me miró compasivo diciendo: - Muchas cosas es ése, pero, ¿algo habrás hecho, no?

- Sí, haber escrito en un periódico que nadie sabe definir la patria, porque todos la definimos y la sentimos de modo distinto, que las identidades son siempre múltiples y reducirlas a una y verdadera es una forma de exclusión. Que hacer incompatibles las identidades, lo que sientes, lo que amas, es como decir que solo hay una forma de amor posible, por lo que la libertad de identidad debe ser la nueva libertad de conciencia.

Mi madre me había dicho que, aunque no las entendía, le parecían bien mis ideas, pero decirlas públicamente era peligroso. Pero yo quería ser libre, deseaba vivir en libertad.

Un día, pasados unos meses de esquivos vecinos, retirada de saludos, cambio de ikastola, de pasar temporadas en casa de los padres, mi mujer y mi hijo coincidieron en el ascensor con el vecino del quinto, ese padre ejemplar que mira a su hija con ternura, que usa un rico perfume, un poco abertzalote, pero...

- Egun ederra, bai. (Tiempo espléndido), dijo.

- Bai benetan (De verdad que sí), respondió mi mujer.

Mi hijo, tirando de la falda de su madre y, con voz queda, dijo: - Malo.