"Los turistas no saben cantar" de Bernardo Álvarez-Villar Artola

03.09.2020

Desde las lomas que rodean la aldea puede verse la expedición cuando empieza a subir el puerto. Es solo un fugaz parpadeo antes de volver a ocultarse entre las abrumadoras formaciones calcáreas y las curvas de horquilla que peinan el abismo. Una alteración casi imperceptible del paisaje, pero a ojos de los nativos es como si un temblor agitase la quietud de estas montañas. Ahora ya es seguro. Antes del atardecer tres minibuses aparcarán frente al Hotel Bamaga, donde pasarán la noche dos docenas de turistas europeos y americanos.

Rachid recoge entonces su rebaño y vuelve al pueblo. Se acerca a casa de Kazim, desamparada frente a la intemperie del Atlas, y entra a saludar a su abuela. La vieja no aparta la vista del horno y asiente a todo: avisará a Kazim cuando vuelva de la cantera, le recordará que se lleve los tambores.

Ya en la aldea vive Usaym curtiendo pieles y tocando un sintir de cuerdas raídas, siempre a punto de partirse. Esta noche podrá sacarse unas monedas para pagar al dentista. Cuando vean encenderse las luces se plantarán los tres en recepción con sus túnicas bereberes bordadas en hilo de cúrcuma. Yasser, el dueño, los mirará con hartazgo y rezongará por lo bajo, pero acabará por dejarles pasar.

Yasser pasó unos años en Europa, malviviendo de camarero, y conoce bien a los turistas. Sabe que esa pincelada exótica que dan los muchachos del pueblo con sus canciones de pastores ablanda sus corazones y estimula el gasto. También supone una estampa encantadora para Instagram que incrementa la satisfacción del cliente. A Rachid, Kazim y Usaym les caen solo las migajas. Al terminar su espectáculo, pasan una cesta para que los turistas se deshagan de esos dirhams de bronce que les pesan en la riñonera.

Les gusta irrumpir en fila india y con paso firme, sin saludar pero sonriendo a los comensales. Desconcertar al público desde el comienzo, porque también ellos han aprendido algunos rudimentos del espectáculo. Se sientan en unas banquetas y Usaym arranca acariciando el viejo sintir, despertando en sus cuerdas un eco ancestral que suena a desierto de madrugada y fogatas crepitando entre las dunas. Kazim resucita en los bongos ese latido terráqueo como un aliento llegado del principio de los tiempos.

Las primeras canciones son siempre solemnes, melodías vehementes que se enredan en el trance furioso de la percusión. Cantan para dar la bienvenida a los forasteros. Afuera una brisa heladora azota las tapias de adobe y solo se oyen los cencerros de las cabras dispersas entre los riscos.
Luego pasan a un registro más festivo, levantándose de pronto para bailar como lo hacen en los vídeos de reggaetón. Parodian hasta el ridículo la voluptuosidad del baile latino, y lo hacen con una alegría tan genuina que no deja lugar al pudor.

Los turistas más animados dan palmas tímidamente, y los más rubios y pálidos enrojecen de vergüenza. Kazim golpea los bombos con descaro y Rachid y Usaym se atreven con una canción en español que habla de fumar hachís y beber cervezas. Es la única que no aprendieron de sus abuelas.

La actuación se alarga hasta que la atención del público decae y hay menos palmeros que pantallas encendidas. Podrían seguir tocando otra hora más, pero saben que en este punto se termina la fiesta. Usaym agradece los aplausos y pide a los asistentes que canten una canción de su tierra o que bailen como bailaban sus ancestros:

- Así todos podemos aprender algo del otro. Saber quién es y cómo vive.

Y un violento silencio es todo lo que los músicos aprenden de los turistas. Así son, así viven. Muchos miran al móvil. Rachid recorre las mesas con mirada inquisitiva, se detiene en los más tímidos y se regocija viéndolos negarse casi con indignación. Los turistas están dispuestos a pagar, pero cantar les parece demasiado. Entonces pasan la cesta, que vuelve cargada de chatarra, y los huéspedes se retiran a sus habitaciones. Apenas han repartido la colecta cuando aparece Yasser para echarlos.

Mañana los turistas se irán. Subirán al autobús y viajarán en silencio, escuchando música en los auriculares. Se marcharán sin calderilla y sin canciones.