"Los heraldos negros" de Juan Bohigues Fernández

30.10.2020

A mi padre lo recuerdo siempre con jerséis de cuello doblado, y un enorme hedor que salía de sus axilas; le gustaba comer a grandes bocados y solía manchar la pechera de toda su ropa.

Por la mañana, la mejor forma que tenía de despertarnos era poniendo sus discos de ópera. Falstaff, Tanhaüser, Don Giovanni. No desayunábamos, no había nada que desayunar, tan solo agua. Las bolsas de té, no las tirábamos, las guardábamos hasta que el agua dejaba de teñirse.

Sus buenos días eran la siguiente frase: "Trae algo para comer". Mi herramienta de trabajo era una navaja, regalo de mi padre. No recuerdo ningún otro regalo por parte de él.

Aquí no hay policía, ni ejército, dicen que hay guerra, pero nosotros solo escuchamos ruidos de fondo. Nadie explica nada. No hay periódicos. La mayoría de los comercios están cerrados. Sólo por la noche nos refugiamos a escuchar la radio, sólo una hora y muy bajito. Ya nadie vende pilas, y el fluido eléctrico lo cortan sin avisar.

Helena Dementieva, mi vecina, me contó una vez que un hombre la persiguió con un hacha porque quería comérsela, pero no acabo de creérmelo. Ella es muy fantasiosa. De todas maneras, nunca salgo por la puerta de entrada. Bajo al sótano, entro en la carbonera, ahora está vacía. Han robado todo lo que había, y a través de una ventana de cristales rotos salgo al exterior. Hay vecinos que hace meses que no veo, simplemente dejaron de salir a la calle. O emigraron a otros pueblos, o han sido detenidos, o quizás estén muertos.

Escucho ruidos y me echo al suelo, cubriendo los laterales de mis pantalones con la nieve para que no refleje a lo lejos.

Hay un emisario gubernamental que ha entrado en el barrio, bien alimentado, pelo corto rubio, con un casco al que le cuelga una borla que se mueve divertida mientras él camina. Botas relucientes, andar distinguido y un sobre en la mano. Camina por el centro de la calzada con aplomo. Gira a la derecha hacia la estación de trenes, desconoce que ya no está en funcionamiento. Sigo tirado en el suelo aplastando la nieve con mi barbilla.

Del comercio de los televisores salen dos tipos desdentados, sucios, con el pelo grasiento, los pantalones rotos. Tienen una barra de hierro en la mano. Un chico de ojos hundidos y negros, rasgos indios y con la mano en los bolsillos se une a la comitiva.

Cuando ha desaparecido el soldado, y los sicarios, todavía espero un poco antes de levantarme. Decido acercarme a un cuerpo que estaba boca abajo. Al llegar junto a él, miro alrededor por si alguien me hubiera seguido, le doy la vuelta y la nieve está manchada de rojo, justo a la altura del corazón. Los cadáveres no me asustan, he visto varios, sólo son cuerpos humanos sin vida. El hielo los conserva bien, y nadie viene a recogerlos. Antes Helena y yo les poníamos nombres, hacíamos juegos con ellos y formaban parte de nuestros amigos. Hasta que los cuerpos empezaron a desaparecer.

Los pechos de la señora habían sido arrancados, la zona de los pezones había desaparecido. Sólo quedaban unos huecos en su lugar y la zona interior había sido abierta. El cuerpo estaba frío. Salí de allí corriendo y me alejé del lugar.

Aparece el barbudo calvo con un bote de tomate, pasa por delante de mí, no lo vi venir. Y me metí en el agujero. Tenía la boca roja. Tras él van apareciendo el resto de los sicarios, y uno de ellos lleva el gorro del soldado y la borla ya no se muestra tan divertida.

Salgo en sentido contrario a los desalmados. Hay restos de ropa, sangre en la nieve, y medio enterrado un cuerpo, el emisario gubernamental. Vaciado por dentro. Desnudo, y las nalgas rebanadas. A su lado un bote de tomate.

Saco mi navaja y corto los trozos de carne dónde lo dejaron los otros, la zona de las nalgas, y me pongo a llorar. No entiendo por qué lloro. Pienso en Helena Dementieva jugando entre cadáveres.

Los trozos de carne los meto en el interior de mi abrigo y salgo disparado llevándole la comida a mi padre.