"Los deseos de un hombre y un cuervo" de Caeruleum

05.09.2021

La neblina era tan espesa y abundante que no se podía ver más allá de tres metros, aunque sabía que estaba rodeado de un césped alto y dañado, duro como el mismo alambrado.

Era de tarde, pero no había sol. Tampoco ruido, solo el sonido de algunos animales merodeando en busca de comida, de presas; unos caminando sigilosamente, otros arrastrándose en la tierra húmeda.

Y así se mantuvo el ambiente durante algunos largos minutos, hasta que un hombre apareció de entre la niebla y se paró frente al alambrado de púas, mirando hacia el frente, al horizonte inexistente debido a la intensa neblina.

Miraba, pero no veía nada. Pensaba, pero parecía no sentir nada. El comportamiento de su especie siempre me había intrigado. Muchas veces deseé reemplazar mi pequeño y débil cuerpo por los suyos: tan fuertes, versátiles y superiores. Desconocía qué los hacía tan especiales y únicos, tanto como para ser la especie superior en el planeta, y eso me intrigaba aún más. Quizás tenían un truco para serlo y yo y otras especies podríamos igualarlos y no lo sabíamos; o simplemente ellos habían sido bendecidos con esa naturaleza y punto. El caso era que deseaba ser uno de ellos y jamás me cansaba de observarlos y apreciarlos como ellos lo hacían con su Dios.

Incluso los dioses tenían un Dios, comprendí. La pirámide nunca acababa y la punta no la conocía nadie, aunque muchos creían que sí.

Batí mis alas negras y volé un poco frente a sus ojos: por fin se percató de mi existencia. A continuación, volví al palo clavado en la tierra y guardé mis alas. Nos quedamos viendo durante al menos diez minutos, hasta que al fin habló, con voz ronca y desgastada, quizás por el clima y la extensa caminata.

- Desearía ser como tú y volar lejos para que nadie sepa a dónde voy.

Ladeé la cabeza y lo miré sorprendido por su confesión tan... emocional. Sus extraños ojos celestes estaban más brillantes y grandes; acuosos, me atrevería a decir. Su aspecto era lamentable: la neblina le había humedecido la ropa y el cabello dorado. Seguro que tenía frío, pues tenía las mejillas y la nariz roja. Me miraba como si fuera la única persona en el mundo que estaba dispuesto a escucharlo.

- Ojalá pudieras decirme qué hacer. A ti sí te escucharía-. Acto seguido, sacó un artefacto negro y colocó un extremo a un lado de su cabeza. Al cerrar sus ojos, gotas de lluvia se arrastraron por su áspera y blanca piel.

El estallido que oí a continuación me asustó tanto que me sobresalté y me elevé a unos cinco metros de altura. Cuando volví al palo, el hombre estaba acostado en el césped y un charco de sangre tan espeso como la niebla que nos rodeaba comenzaba a teñir todo a su alrededor.

Los cuervos me confirmaron que ya no tenía más vida, sin embargo, jamás había visto a un humano expresándome tanta.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)