"Los crímenes fortuitos del señor Hoffmann" de Francisco Javier García Ballesteros

21.08.2022

El senil y temido director del bufete, Darius Hoffmann, poseía poderes psíquicos. Su despacho se extendía diáfano por toda la tercera planta de la mansión. Dicen que horas después de discutir con el nuevo pasante, éste acabó arrojándose de forma inexplicable desde una ventana de ese tercer piso. Una de las administrativas, que perdían tiempo fumando en el baño, murió ahogada en un súbito y agudo ataque de asma. Todo ocurrió cuando fue llamada a filas al despacho del octogenario déspota. A lo anterior, se le unieron más muertes inexplicables.

Hasta que le ocurrió a mi hermano. Roberto era también uno de esos jóvenes y prometedores abogados progresistas que trabajaban para ese bufete. Días antes de marcharse para siempre, me comentó que había tenido ciertas discrepancias con el director. Cuando murió, sacaron del ascensor al señor Hoffmann y a Roberto, víctima de un fulminante infarto. Aquel monstruo explicó a la policía que no sabía que mi hermano tenía claustrofobia y que el ascensor se bloqueó en la entreplanta, sin más... ¿Cómo entonces Robert se metió en el ascensor por voluntad propia?

Estoy segura de que algo tuvo que ver ese canalla, pero la policía nunca encontraba pruebas para acusarle y los trabajadores disidentes iban desapareciendo de una atemorizada plantilla, que hacía eco de un sepulcral silencio, corriendo un tupido velo sobre las recurrentes y mediáticas noticias que asediaban la mansión. Todo eran suicidios o casos fortuitos, difíciles de desmontar. Lo último que veían todas las víctimas era el rostro del señor Hoffmann, pero estaba convencida que ese malnacido les poseía con un hipnótico contacto visual y acababa convenciéndoles, entrando en lo más recóndito de sus mentes y haciéndolas trizas, pulverizándolas, apoderándose de sus voluntades y destruyéndoles de forma psicosomática. No había otra explicación...

Él me arrebató a la única familia que me quedaba. Debía pagar. Aquel día, Darius Hoffmann haría su aparición en los juzgados, después de años de clausura "benedictina" dirigiendo sus negocios. En la vista, se discutiría una cuantiosa fortuna, por lo que su presencia se antojaba imprescindible. Yo estaba asustada, pero lo tenía decidido. Me puse mi vestido rojo, altos tacones y me pinté los labios de un insinuante y brillante carmesí. Metí en mi bolso un abrecartas que iría directo a su yugular. En un receso, entré al aseo de hombres y traté de seducirle. Fue curioso. Al sentirse atraído por mis encantos, escudriñó mi escote, lo que le hizo dar solo un paso y tropezar, precipitándose contra el lavabo. Tuve tan mala suerte que un policía entró justo después, encontrándole boca abajo y con la cabeza reposando sobre un charco de sangre. Hoy soy yo quien se sienta en el banquillo acusada de homicidio, lugar que debería haber ocupado él hace años. Ahora me sirvo de un argumento de defensa que él utilizó hasta la saciedad en sus crímenes: no había testigos y fue un caso fortuito.

••••••••••
Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)