“Lo importante de la vida” de Francisco Morillas Rus

03.03.2021

Todo lo que sé, lo aprendí de mi padre. O por lo menos todo lo interesante. O todo lo que realmente me gusta.

Desde pequeña lo acompañaba en sus paseos campestres, a veces matutinos, a veces vespertinos. Todo dependía de la época del año.

- Levántate Lola ¡Venga!

- ¿A dónde vamos papá?

En esta ocasión tocaba buscar espárragos, a principios de un lluvioso mes de abril. Me costaba mirar entre las zarzas, debajo de las frondosas encinas, en empinados laderos.... Con el tiempo llegué a verlos desde lejos. Mi vista distinguía los diferentes tonos verdes con que la primavera adorna los risueños campos. En otoño, eran las setas las que, con paciencia, entre la hojarasca, tratábamos de conseguir en las laderas de la sierra, al pie de pinos y quejigos.

A tal punto aguzaba mi vista que creía ver las flores crecer.

En otros momentos me comentaba: "hoy tienes que intentar guardar silencio en donde vamos a estar".

Escondidos entre jaras y chaparros, tratando de que no se asustaran, observábamos a los jóvenes ciervos en la berrea. Aún recuerdo los roncos sonidos de los animales en celo.

De regreso, a lo lejos, el soniquete de un riachuelo llamaba mi atención. Entre otros sonidos, distinguía el croar de las ranas y, acercándome, las observaba felices saltar dentro o fuera del agua. La brisa del atardecer me inundaba de emoción, mientras regresaba a casa de la mano de mi progenitor.

Tanto acostumbré mi oído, que creía oír a las nubes hablar.

El aroma de la jara, el romero, el espliego... entraron dentro de mí como el amor primero: ya no se puede olvidar nunca. Por los estrechos senderos, como una sutil pluma, me sentía volar. A veces me adelantaba, otras, atrás me quedaba, tras las huellas de mi padre, que con su tenue perfume embargaba mi felicidad infantil.

Acercándonos al pueblo, notaba el calor de hogar, las chimeneas echan humo, y se distingue a lo lejos cómo la gente hacendosa se esfuerza en elaborar los exquisitos productos de la matanza.

El olor de la lluvia otoñal evoca en mí añoranzas juveniles de época estudiantil.

En las mañanas de sábado, no me apetecía madrugar. ¿Para qué, si tenía todo el fin de semana por delante? La lumbre ya estaba encendida y, desperezada por el agua fresquita de la fuente y el trinar de los pájaros, acudía presurosa a degustar las tostadas que, abundantemente regadas con aceite de oliva de la cooperativa y aliñadas con los sabrosos tomates de nuestro huerto, hacían las delicias en mi paladar.

- Papá ¡enséñame a hacer las migas!

- Por ahora, ayúdame a picar el pan. Me respondía fingiendo enfado.

Con solemne ritual iba cortando en precisas rodajas el chorizo y demás atributos con que se acompaña a tan suculento manjar. En muy pocos lugares he vuelto a saborear ese toque de maestría.

En otras ocasiones, mi madre preparaba exquisitas viandas con los productos que recolectábamos en nuestras amenas caminatas.

Aún con los ojos cerrados, recuerdo el tacto aterciopelado de las frutas estivales, como el sabroso melocotón, el rugoso melón, la tersa sandía y la pegajosa secreción de los frutos de la higuera, que siendo sagrada en ciertas culturas, hizo la Naturaleza, que como no hay otro árbol, dos cosechas ella diera.

La suavidad de los lirios, de las rosas y amapolas, el dulce arañar del trigo y la humedad de la tierra, ¡cómo olvidar estas cosas que han impregnado mi alma y que siempre formarán parte de mí!

Estas sensaciones que tuve la oportunidad de vivir de niña: amor a la naturaleza, a la familia, al hogar, son irrepetibles.

Disfrutar con los sentidos, es, en definitiva, lo importante de la vida.