"Las manos del horror" de Juan Pablo Goñi Capurro

17.10.2021

Dedo por dedo, se lavó toda la mano en el río. La sangre fue licuándose hasta desaparecer en la espuma formada por la caída de la cascada. A sus espaldas, la foresta callaba. Don Artemio Ñorón había dejado de ser Don Artemio Ñorón para convertirse en un cadáver sangriento, tendido sobre las piedras como una foca al sol. Belén salió del agua. Cogió las ropas desgarradas, miró el paraje hasta dar con una roca plana y cómoda donde vestirse. Escupió el cuerpo sin acertar a los colgajos exhibidos en la bragueta abierta. Recordó el cuchillo, lavado antes; se agachó, lo recogió y lo llevó consigo.

A medida que las prendas fueron cubriéndola, retornaron las voces del monte. Trinos, roces de hojas, ramas que se quebraban. El sonido de la cascada la sorprendió; ella había ensordecido por un rato, pero el monte y el río no se habían detenido, cómplices de la escena violenta. Más atenta, Belén escudriñó los alrededores sin detectar presencias humanas. Mejor así. Anduvo cien metros río arriba, haciendo equilibrio sobre las piedras asentadas en el cauce de la corriente mansa. Recién allí encaró el monte, ni que fuera una experta en borrar huellas.

Caminó despacio, las manos cerraban el vestido rajado al medio. La piel húmeda le hizo temer las consecuencias incómodas que generarían el roce de los muslos y de los brazos apretados contra el pecho. Pensó cómo librarse del cuchillo que llevaba en el bolsillo del vestido roto, el bolsillo que había agregado para tener a mano los hilos y las agujas. El monte se veía como una opción atractiva; cavar unos centímetros, cubrirlo de tierra y que la misma flora se encargara de colocarle pasto encima. Anduvo más lenta, entreviendo entre las raíces de los fresnos y arces un espacio donde la tierra presentara menos resistencia. Habría caminado unos cincuenta metros cuando una sombra se distinguió de las que formaban los troncos y arbustos. La sombra de un hombre. Joaquín.

Al identificar a su novio, Belén corrió hacia él. Librada la tela de la sujeción, los pechos amplios bailotearon dando grandes brincos. Los brazos abiertos se toparon con una mano dura que le cruzó la cara de un bofetón.

- Vi cómo te ibas con el viejo, asquerosa.

Lacónico Joaquín; no dijo más, giró y se alejó rumbo al pueblo. Belén, en el suelo a causa de la poderosa cachetada, se preguntó cuánto había visto. Concluyó que nada, si la estaba acusando. Sin cuidarse por lo que mostraba, se levantó y corrió tras él. Joaquín era de andar brioso, lo alcanzó cuando estaba a la vista el pueblo. Agitada, lo detuvo tomándole la cintura.

- Joaquín, por favor, no has visto cómo fue.

- Vi todo. Lo provocaste hasta hacerle perder la cabeza y luego, lo mataste. Te salvas porque si hablo, me acusarán de cómplice.

Los brazos perdieron fuerza, Belén lo soltó. Joaquín escupió hacia el costado y se perdió detrás del almacén de Bulnes. La joven cayó otra vez, golpeada por las palabras insultantes y la revelación que traían consigo: no habían sido las rudas manos de Ñorón las que la llevaron al río cuando cogía setas para el almuerzo, fueron las manos del pueblo, las mismas que le rasgaron el vestido y le hurgaron la entrepierna. Poco podría hacer con un cuchillo, el pueblo poseía cientos de manos más para repetir una y otra vez la historia.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)