"Labial carmesí" de Juan Manuel Arriaga

08.08.2021

Parecía como si el accidente le hubiera sacado repentinamente la vida del cuerpo a esa bella joven.
El doctor Madariaga hizo la autopsia; mientras tanto, yo le pasaba los instrumentos que me iba requiriendo, a la vez que revisábamos las múltiples cavidades de su inerte cuerpo. En el espectral silencio, dominado simplemente por el metálico golpeteo del bisturí contra la cama en la que reposaba el cadáver, el doctor hizo una de sus irónicas observaciones en el tono burlesco que tanto lo caracterizaba:

- ¡Vaya! -exclamó, mientras se quitaba el sudor de la frente-. Me sorprende que aún tenga intacto ese rojo intenso en sus labios. ¿No te sorprende, Alejo?

Ante su pregunta, me limité a pensar simplemente: "Más me sorprende que encontráramos en su mano, aferrándose a él, el labial rojo"; por ello, respondí escuetamente:

- Claro que me sorprende, maestro.

Tras su instrucción de que cerrara el cuerpo y lo embalsamara para presentarlo en el féretro, el doctor se estiró y exhaló un largo bostezo anunciando que, en verdad, la madrugada ya estaba muy avanzada. Un rápido vistazo a las manecillas del reloj en la pared frente a mí me advirtió que debía apurarme, si quería dormir al menos un par de horas antes de mi primera clase.

El doctor salió por la portezuela chirriante de acero luego de tomarse unos segundos para ver en el espejo de la habitación cuán demacrado estaba su rostro por todo ese trabajo que había llegado la noche anterior de improviso. Me dirigió un último comentario mientras él ya estaba en el pasillo, reteniendo la puerta únicamente con el pie:

- Muchacho, ¿sabes por qué no deberíamos tener un espejo en esta morgue?

Negué con la cabeza, pero no proferí ningún fonema; de alguna manera ya sabía hacia dónde iba su cuestionamiento: quería causarme temor.

- Porque nunca es bueno -se respondió- cuidarte las espaldas cuando vives del negocio de la muerte.
¡No me equivoqué!.

Logró que un escalofrío me recorriera la espalda. Frente a mí, el cadáver de esta chica, con sus enormes ojos abiertos y sus labios carmesí brillante, me pareció más fresco de lo que estaba hace un par de minutos.

Maldecí al doctor por haberme sobresaltado de esa manera. "Me estoy sugestionando", pensé. Aun así, me quedé mirándola fijamente el rostro, esperando de algún modo a que moviera la pupila o a que algún músculo bajo su blanquísima piel se contrajera.

Nada. Sus ojos estaban vacíos, sin ese cristalino destello que debió caracterizarlos en vida. Su piel estaba ya rígida y pálida. La tristeza de pronto me inundó y pasé el dorso de mi mano por su mejilla derecha: tal vez sería la última caricia que recibiera de alguien antes de entrar en la tierra.

De pronto, el habitual chirrido de la puerta volvió a sonar, grave, hueco.

¡Me desperté!

Frente a mí, el espejo; mis brazos estaban entrelazados, a modo de almohada, sobre el pequeño escritorio de madera en el que había papeles, bolígrafos e instrumentos dispersos; en mi cabeza, las palabras del doctor Madariaga brotaron nuevamente: "Nunca es bueno cuidarte las espaldas cuando vives del negocio de la muerte". Me había quedado dormido y no supe en qué momento sucedió.

La puerta chirrió una vez más. Esta vez volteé y el doctor Madariaga entró moviéndose con ese contorneo alegre con el que caminaba a diario por la Facultad; se agachó para recoger del suelo algo que había pisado: un pequeño cilindro de plástico, ¡un lápiz labial! Lo examinó frente a sí con cierta extrañeza. Casi de inmediato, me volteó a ver; entonces su sonrisa se transformó en un gesto de horror; alternó su mirada entre mi rostro de incomprensión y la mesa de autopsias.

- Muchacho, ¿dónde está el cadáver? -preguntó sobresaltado. Me levanté a ver: la chica ya no estaba.

- Tu mejilla, muchacho -me dijo abriendo los ojos como platos.

Acto seguido, me miré al espejo: ¡La marca carmesí de un beso estaba impresa en la mejilla opuesta a aquella sobre la que había dormido! Y, a un costado de donde me había recostado ,noté que alguien había escrito con un labial carmesí: "Algún día te recompensaré por esa caricia".

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Imagen: Autor, CIRO MARRA