"La traición" de Miguel A. Esteva

05.09.2022

Aliso mi pecho, mi camisa digamos. Voy tarde. Apenas cierro detrás mío que escuchó su voz, gritándome, "Raro... vas tarde. Como siempre. Miserable zángano". Su sarcasmo empalaga.

Llevamos tiempo casados, la luna de miel, un mero recuerdo.

Ahora solo nos quedan momentos: regulares, malos, y peores. Esta mañana fue de los últimos.

Peleamos desde que amaneció. Discutiendo... ¿discutiendo qué? Pura estupidez. Sigo furioso. Mientras me visto, la visión se me nubla sin poder confirmar si mi atuendo combina. «No es ciencia negra» me espeta colérica.

Salgo del enjambre que nos hemos construido.

Ella se queda tendida en su recinto, atendida. Como siempre.

Parto a jugarme el pellejo, ganar nuestro día a día, contribuir con el dulce sudor de mi frente.

La realidad es que no sudo. Ni aporto, claro, pero ese es un secreto a voces.

La luz de sol me molesta. Navego a puro sentido.

Mamá bien que me lo previno: «Esa» me dijo, «esa va a querer trato de reinita todo el tiempo, todos los días. De reinita».

Pero yo estaba cegado.

Los dos, en realidad. Ciegos. Nos vimos, y así como así, flechados. Ni quien pudiera separarnos. Química total. Miel pura. Hice lo propio para formalizar el asunto, peleando por nuestro derecho a casarnos.

La boda fue sencilla, en cuanto a matrimonios entre nobleza se trata. Todos fueron invitados, todos fueron. Ni quién se la quisiera perder. Son de esos eventos de una vez en la vida.

Las broncas empezaron al día siguiente de las nupcias. Esa misma noche de hecho.

Entre otras cosas, ella empezó a abultarse, inflarse. Cuál palomita de maíz.

Aquella primera noche, terminé exhausto. Aquella única noche. Única. Las primeras tres veces que lo hicimos, bueno, eran de esperarse, yo era joven, fuerte, viril, mentalizado a los rigores y necesidades de aquellos primeros encuentros. Las siguientes tres, ella hizo la mayor parte del esfuerzo, incitando, urgiendo, manipulando. Para la séptima, ya entrada la noche, ella seguía ardiendo, yo al borde de un ataque de nervios. Para la octava, yo ya estaba inconsciente. Imágenes de ella, de su cuerpo en metamorfosis, vagaban entre sueños empalagosos.

La mañana siguiente me comunicó que había fructificado el encuentro: estaba encaminada a la maternidad.
Yo era un bulto. Feliz, claro, pero un bulto.

El problema empezó luego luego con los chismes. Hubo otros, decían las malas lenguas, bastantes otros. Ella no se pudo contener, decían, no aguantó su fogosidad y cual vil necesitada salió a buscar otros. Muchos más. Incontables, cuchicheaban.

Uno tras otro vaciaron sus ganas en ella, decían, rindiéndose a los pies de su lecho, dejando su vida allí, a merced de la reinita.

Así fueron los chismes.

Al principio no les creí. Chismes, pensé.

Después de todo, ¿qué sabían ellos? Yo estuve allí, aletargado, exhausto, quizá hasta ido, pero allí. Solo yo conocía su dulzura.

Pero luego, mientras renacía de mi modorra, empecé a ver la evidencia. Aromas ajenos, huellas. Alcé mis antenas. Me percaté de que me rehuía, escondiéndose detrás de esa maternidad recién descubierta.

Dame un ratito, pedía.

Respeta mi intimidad, pedía.

No. No «pedía». Ordenaba. Las reinas ordenan. Ella ordenaba.

Empezó a abultarse. Como de maldición, el abdomen le creció, comenzó a arrastrarse, ocultándose de la luz, escurriéndose para escapar del sol, como si no quisiera que la viera así, sabiendo que en sus ansias ella me había traicionado, que habían habido otros aquella noche. Muchos otros.

Rogó mi perdón, dijo que me amaba. Pero mi honor estaba pisoteado, enterrado.

De allí, todo se perdió entre nosotros. Ella se enfocó en la maternidad. Me convertí en el príncipe consorte, alejado, abandonado, traicionado.

Dejamos de entendernos, de hablarnos, de querernos. Aquel flechazo inicial de miel pura, congelado.
Ella me veía con desprecio. Yo, yo la veía con asco.

Afuera, la colmena pulula. Las obreras salen a sonsacarle miel a las flores; otras cuidan los huevos que ella siembra, uno tras otro tras otro. Yo navego. Intento olvidar lo meloso que fue todo entre nosotros, deseando que aquella noche de arrebato yo hubiera sido como los otros, haber caído muerto a sus pies en vez de arrastrar la ignominia de ser un mero zángano, por mas príncipe consorte que sea, sin honra ni aguijón.

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Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)