“La siesta” de Juan Martín

Corría sin saber por qué. De repente, vi algo que atrajo mi atención: la señal hiriente del impacto de bala en una reja. Atraído por la hendidura, la toqué. Aun estaba caliente, notando resquemor en el dedo índice.
Un fuerte dolor de cabeza impulsó mi mano, notando enseguida la sangre caliente chorreando por mi brazo, y desde el hombro hasta el costado, empapando mi camisa limpia, incluso el pantalón. Era como si hubiese escapado de un bombardeo en medio de una guerra.
Mi trastorno emotivo, la hiperactividad corporal desordenada y confusa, junto a mi particular presencia de ilusión de los sentidos o figuración vana de la inteligencia, desprovista de todo fundamento con respecto a mi apariencia de algo esperpéntico, desaliñado y de muy mala traza, alarmó al personal de urgencias, apresurándose a asistirme.
Antes de tumbarme sobre una camilla con ruedas, mientras me hacían preguntas, me desmoroné hasta caer en pérdida de conocimiento.
Cuando volví en mí, estaba sobre una cama de hospital. Recordé con gran nebulosa sobre los detalles la razón de estar allí: una herida sangrante en la cabeza, percatándome del aparatoso vendaje que la cubría, recordándome a Maimónides. Aturdido, procedía sin reflexión ni fuerzas, mirando el tubo por donde me administraban medicamentos, vía intravenosa.
Apareció una enfermera, añadiendo algo al gotero. La chica era guapa, morena, bien puesta, pero sobre todo complaciente, mostrando una inclinación afectiva espontánea, consiguiendo en mí una reacción agradable. Me quedé tan embobado al mirarla, que creí haber llegado al cielo: esa esfera aparente azul y diáfana que rodea la tierra, o en el mismísimo paraíso celestial.
En esa perturbación de los sentidos, me visitó el médico, haciendo varias comprobaciones y preguntas, tratando de averiguar si estaba ido -pasen, está despierto y consciente -dijo el doctor.
Aparecieron dos hombres identificándose como policías y en presencia del facultativo, preguntaron sobre cómo y porqué del percance, hasta que el médico intervino:
- Basta. Tiene que descansar.
No pude dar respuestas lúcidas. Sólo recordaba cosas inconexas, sin luz para componer los hechos.
Volvió a mi mente la enfermera, formando parte de las fantasías, que iban y venían de mi cabeza, como al bajar de esa atracción de feria a la que sólo suben los más osados, y también los más estúpidos, sufriendo las consecuencias del terrorífico aparato, después de tomar una cerveza y una hamburguesa.
Oí mi nombre, volviendo a sentir la sensación de estar en el paraíso. Era otra vez la enfermera, mi ángel.
Me fijé en sus preciosas manos, inyectando algo más. Cuando el medicamento empezó a llegarme, mi sueño se tornaba en colores.
-Ya está -dijo ella, acariciando mi cara.
Se marchó. Retomé el fantástico mundo de idas y venidas al más allá, sin poder controlarlo, deteniéndome tantas veces como podía, en el recuerdo de aquella mujer celestial.
Me veía nadando en un rio, atrapado por las ovas. Volaba batiendo los brazos sorteando los obstáculos, hasta que el vuelo terminaba contra el suelo, sin sentir dolor y sin poder remontar. Vi una cueva llena de crucianas, gusanos marinos, helechos y otras especies fosilizadas.
Un hombre primitivo señalaba la salida con una tibia de animal muy grande. Flotaba sobre las aguas claras y tibias de un lago. Sentí sopor, entrando en un dulce descanso, abrazado a mi enfermera, viéndola danzando sin posar los pies, saltando de nenúfar en nenúfar.
Sentía desplazarme sobre una alfombra mágica, cuando recobré el encuentro con la realidad. El viaje era por el pasillo del hospital, mientras ella agarraba mi mano.
- Hola... ¿cómo te llamas?, -pregunté.
- Me llamo Sonia. Una resonancia podrá decir cómo anda esa cabecita tuya - dijo ella con una oratoria seductora, dulcificando sus palabras.
- ¿Sonia? Me gusta; me gustas; te quiero -dije con dificultad de pensamientos y torpeza de lengua.
- Yo también. Mantente tranquilo -dijo ella como quien responde a la demanda de un niño con un caramelo.
- Tienes una bala esquirlada, alojada en el cráneo. Hay que operar y valorar el daño.
Desperté, y tomando conciencia de la realidad, supe que aquello había sucedido durante una siesta de verano, en el frescor de un patio cordobés. Y sin pensarlo, corrí hasta el Café Español, donde pedí uno bien cargado, con mucho hielo.