"La obra" de Juan Cruz Lara Jiménez

13.10.2020

Ya solo por el título mereció pasar del primer capítulo, mas la gente tuvo buen tino para que esta novela no quedara por el camino, pues habiendo leído ya varios capítulos, vaticiné que tendría muchos discípulos. Fue de aquellas novelas que engrandecieron y dignificaron el oficio e hizo buena gala de su maestría produciendo en la gente una gran algarabía. Creo que su epígrafe, si no recuerdo mal, respondía a "Libelo de sangre" una historia escrita con tinta de cálamo e impulsos de corazón. El encuentro con esta vino de la mano de la inconmensurable casualidad, pues entre redes, búsquedas y demás parapetos, di con ella y ya no la separé de mi vida hasta pasados diez años, en que el horror, en forma de fuego, destruyó sus queridas páginas y la dejó huérfana de letras. Busqué hasta en lo más recóndito de los santuarios de culto y no hallé indicio alguno del título. Mi tan amada novela se había esfumado de la faz de la tierra y de las mentes más preclaras del mundo literario, como si jamás hubiese existido. Caminé por la estela de su sombra, lloré la pérdida como si fuera un ser amado y quise escribir el recuerdo de sus maravillosos epitafios para deleitar la mirada y sosegar el alma, pero me fue inútil rememorar la expresión sumergida en el relato.

Mi búsqueda empezaba a menguar dando paso a la desesperación de la que hacía gala en cada ocasión, y no dejaba escapar una mirada perdida hacia la estantería donde antaño había reposado. Hube de caminar por los senderos de tinta dejados tras su huella, y estuve casi al borde de la enajenación por no reencontrarme con tamaña narración. Pregunté en las lindes de la retórica hasta dar con una estampa caótica que me hizo pensar si la novela no habría sido usurpada del memorial de la historia. No había ya nada que hacer y di por perdida la más sublime de las obras, escrita en letras de oro. Al instante comprendí que Morfeo me la había jugado una vez más y la realidad subyacía de aquel mundo onírico para confirmar lo que mis ojos vieron tras el muro de mis pesadillas. Ahí estaba, indeleble, entre los volúmenes, dispuesta a dejar sentir sus páginas entre mis dedos, para ratificarme que no fue un simple libelo; sino, la excelencia hecha libro. A partir de ese día la novela engrandeció aún más mi vida y no la dejé ni un momento al albur de la mediocridad adonde mi sueño parecía haberla llevado. La sabiduría que encerraban sus cuartillas daba una idea de la grandiosidad de sus palabras, que acompañaban como un compás a la musicalidad de su tono. El deleite estaba servido en cada letra, cada palabra y cada frase pronunciada con el timbre exacto y la armonía perfecta para gusto del lector más experimentado. El precio que pagué por ella insultaba con desprecio a su estilo y ortografía para convertirla en un mero pasatiempo para el gran público. No me pareció bien que semejante relato cayera en manos de cualquier mojigato y compré todas las que encontré en las librerías hasta que amontoné un buen número para regalar a quién realmente apreciara la belleza de la pluma más hermosa, comparable a los clásicos más idílicos.

Pasaron los años y aquella novela hizo gala de su presencia en las más notables ferias del mundo para encandilar a los ávidos lectores que se acercaban a contemplar la maestría de su prosa y llevarse algún ejemplar dispuesto a embellecer los estantes de las casas privadas más importantes. Cuando ya hubo paseado por el mundo y encandilado a las mentes más brillantes, siguió su periplo hasta retornar al gran público, que quedó envilecido al instante, tras leer el primer capítulo. La novela fue un enorme éxito que cosechó grandes titulares en los más prestigiosos anaqueles de literatura. Nunca tuve el privilegio de conocer a su autora; pienso que es una de esas estrellas fugaces que pasan, dejan su impronta y ya no se las vuelve a ver más hasta la próxima entrega. La novela hizo vibrar a los eruditos que vieron en sus páginas una tabla de salvación para el oficio.