"La mirada" de Emilio Aparicio Díaz

11.11.2020

"El rostro de un hombre me prohíbe matar" (Gianni Vattimo)

No te preocupes, José, por lo que pueda estar pensando Jacinto. No es miedo ni cobardía lo que siente que te ha movido a permanecer allí, junto a él, en ese hueco de tierra calcinada por el fuego de mortero, que os sirve ahora a ambos de trinchera. Lo sé, porque tú tampoco piensas eso sobre él. Es algo mucho más complejo de explicar. Jacinto ha dejado de ser en un instante un enemigo para ti, y tú para él, justo al encontraros frente a frente: la mirada del uno en el otro, una mirada que explica la razón por la que de forma abrupta, casi sin percataros, envaináis al tiempo vuestros fusiles sobre la tierra, el metal en el polvo, reflejando una conciencia que se vence a sí misma -tan cercada como estaba de furia, después de más de diez horas matando-, desde el cese instantáneo de la ira y la locura en vuestros rostros.

Porque imposible parecía ponerle remedio a la elección de matar o morir, y resulta que tan solo consistía en detener en el tiempo la mirada de otro hombre, de sostenerla, fijos tus ojos, José, en los ojos de Jacinto, pero dejando de calcular el odio pasado en sus rojeces, la negrura desde el centro invadiendo las orillas, su frialdad de noche y humo elevándose. Y tú, Jacinto, mirando a José, pero sin la mirada escrutadora y el recelo de antes; sin detener tu aliento para acertar un disparo, a lo lejos, en el centro de una sombra innominada. Y la calma, José, la calma: saberte seguro al fin, al abrigo de otro hombre, en medio de esta desolación. Porque Jacinto comprende, como tú, que la sangre de un hombre calienta, si no se desperdicia sin sentido: dos cuerpos juntos, arracimados, amparándose el uno en el otro, protegiéndose del frío intenso de la noche, a resguardo del exterior, donde aún sigue la batalla y los hombres todavía no han sido convencidos, como vosotros, de que esto debe parar, de que existe un modo de pararlo. Tus ojos, José, en los ojos de Jacinto, vigilantes, de su parte de luz que le roba la noche.

Pero aquí estáis, libres y serenos, con la intención de volver a vuestro hogar, comprendiendo de súbito que todo ha terminado, aunque los otros insistan en vincular su existencia, una y otra vez a la muerte. Esperáis, callados, pero no distantes, sumidos en ese silencio que exige la situación, pero a sabiendas que ya no os creéis enemigos, ni siquiera indiferentes. Solos, pero juntos ahora, mientras confiáis que las tinieblas camuflen vuestros cuerpos; mientras aguardáis que el tiempo fluya de nuevo del pasado, que congregue vuestra sangre derramada y que siga el rastro de su propio calor hasta vosotros, para que podáis volver al movimiento que representa la vida, esa llama que no cesa de arder en vuestros cuerpos, mientras permanece su instinto refractario a la muerte.

Aguardad al día, a luz, tras la noche llena; aguantad el frío, que ya queda poco: seguid porfiando por la vida hasta el final: en el barro, en la sangre y la lluvia de metralla desde el cielo, sin sentido ya, en vuestra carne inmarcesible. Seguid tendidos, así, juntos, con la mirada abierta, franca, inmensamente libre, de un hombre en la mirada de otro hombre. Seguid ese rastro de aliento, ese mínimo de luz en las pupilas, con la mirada fija en la espesura de otros ojos, como si no fuera más real vuestra muerte postrera, que la de aquellos que siguen viviendo para la muerte.
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