"La marquesina y su destino" de Adolfo Marchena Alfonso

30.10.2020

El hombre aguardaba en la marquesina la llegada del autobús. Sin embargo, se mostraba ausente, en una lejanía que evocaba otros lugares, otras distancias. La línea 36 le devolvería a su casa; la 16 le conducía a lo incierto. Consultó el tiempo que restaba, como si este no tuviese paciencia. El engranaje de las horas y sus pertenencias. Como en una balsa de aceite, donde flotan todos los recuerdos. Tal vez los finales reflejen el mismo argumento. Nadie escapa a su destino, por muy fugaz que se muestre. Sucedió hace mucho tiempo. El calor se refugiaba en la tarde y las promesas brotaban de los labios cerrados. Entonces parecía sencillo trazar planes a largo plazo. Esperar, luego, que todo aconteciese. La ilusión ante las cosas que no tienen memoria. Encendiste un cigarrillo. Las volutas de humo formaban, como en el cielo, nubes y presagios. Si regresabas al hogar te esperaban los libros, la cerveza fría en el frigorífico, la quietud del ambiente. Si optabas por la línea 16 lo que te aguardaba era el nerviosismo, el teatro del absurdo. Su nombre, el que tantas veces quisiste olvidar, después de haberlo pronunciado hasta la saciedad, su nombre te atraía del mismo modo que te repelía. Una mujer se aproxima tirando de un carrito. Cuando llega a la marquesina se detiene y consulta su reloj. Quisiste distinguir el destino o la probabilidad de alcanzar, algún día, el cielo. Todavía estoy vivo -pensaste. Meditaste entre aguas la diferencia que supondría quedarse, regresar a casa o, por el contrario, adquirir otro rumbo. Aceptar esa línea que te convocara a la incertidumbre. Olvidado el dolor regresaba con fuerza lo callado del trance, la aventura que supondría comenzar de nuevo. En casa, soportabas el grito de adentro, participando de tareas que te agradaban. La lectura bajo el foco de una luz tenue. Ese libro sobre la vida de un músico llamado Elliott Murphy. Su música sonando a través de los altavoces. Un largo discurso, a las tantas de la madrugada, hablándole a un contestador automático. Para, luego, a la mañana siguiente, arrepentirse de todo. La bebida, de nuevo, jugándote una mala pasada. En casa -pensaste- también las islas parecen perdidas, desiertas, pero no alcanzan el rigor de aquellas que un día, acogieron su nombre. En la casa desfilaban paredes conocidas, ventanas donde asomarse, réplicas de cuadros que un día te regalaron o aquel Hopper que trajiste de un museo de París. En casa el polvo que se acumula y se disuelve con un paño para que luego regrese, para que luego muera. El café preparado en una cafetera italiana. La película que introduces en el reproductor. Esa historia que narra cómo Herman Melville llegó a escribir Moby Dick. Este suponía un final a todas luces, feliz. Pero arriesgarse forma parte de nuestra especulación y atrevimiento. Entonces no sabemos ni distinguimos; que lo que espera es el principio de una farsa, la continuidad de la demencia. O el detonante de un nuevo fracaso. Esa capacidad de volver a tropezar con esa piedra de la que Sísifo es incapaz de desprenderse. Así este hombre que espera en la marquesina, duda y no sabe -nadie le obliga- qué autobús escoger. Una ráfaga de viento eleva las hojas secas que pueblan indiscretas las aceras. Es el tiempo, también, quien nos condena, quien nos obliga. Como si llevaras mazorcas en los bolsillos, avanzas unos pasos hacia el bordillo y la mujer con el carrito te pregunta por la línea del autobús que se aproxima. Y no sabes, todavía, no distingues el número. No sé -le contestas. Y aguardas con las monedas en la mano. La doble puerta que se abre. El chófer que te apremia a subir. Y no sabes, no, cuál será la siguiente parada. Has decidido que sea el azar quien te sorprenda y escoja. Como si la vida fuese eso, un dado, una baraja, la última nota de un pentagrama musical que no sabes leer pero alguien interpreta. Cuando todos los telones suben, o se bajan.