"La maldición de la inocencia" de Miguel Ángel González

29.08.2021

En la esquina, los dos niños esperaban el camión. Deben haber tenido siete u ocho años y parecían hermanos. Era una de esas mañanas frescas de otoño cuya transparencia le da a la luz el poder de deslumbrar, pero sin transmitir calor. Pantalones cortos, mochilas a las espaldas y en una de las narices la inevitable burbuja de moco que se inflaba y desinflaba con cada respiración. La calle en que vivían era la penúltima de la ciudad. Más allá estaba el llano, y luego la villa de Zapopan. Las cinco o seis cuadras del incipiente fraccionamiento tenían más lotes baldíos que casas y había por ahí un par de construcciones en progreso.

En esos entonces, los robachicos eran personajes de cuentos y canciones infantiles, así que, quitados de la pena, los niños vieron al hombre acercarse tentativamente. El sombrero, los huaraches, gritaban ranchero, pobre. A sus ojos era un viejo, aunque debe haber tenido sólo unos cuarenta años. El hombre se detuvo cerca de ellos y vaciló. Tal vez pensó en seguirse de largo, pero le ganaron la desesperación y el hambre y, con pasos cortos, se les acercó un poco más. Sin mirarlos, quedamente, les pidió una limosna.

Cuando la necesidad, la pobreza, se manifiestan en la mirada esquiva, avergonzada de un hombre maduro, reducido a mendigarles a dos niños bien, la inocencia recibe una bofetada de la cual no se puede recuperar. A esa edad nadie nos ha dicho cómo responder en esas situaciones. No se trata tanto de la respuesta a la pregunta del hombre aquel, ni de la respuesta a las circunstancias inmediatas del momento, sino la respuesta a la zancadilla que la vida le mete a la conciencia.
Tras el azoro, un instinto inexplicable (inexplicable por incomprensible) llevó a uno de ellos a abrir su mochila. Los niños no tenían dinero. No eran tan afluentes como lo parecían, pero para el recreo grande, llevaban sendos lonches de frijoles con queso. El niño sacó su lonche, envuelto en una servilleta blanca de papel, y se lo ofreció al hombre. Él lo tomó, se alejó unos pasos, y se sentó en el borde de la banqueta. Sin mirarlos, lo desenvolvió y empezó a comérselo despacio, despacio.

El camión del colegio llegó y los dos chiquillos, de pronto un poco asustados sin saber por qué, se subieron rápidamente. A los pocos minutos, una emoción oscura, indefinible, anegó al niño que había entregado su almuerzo. Es difícil saber si sería la pérdida de lonche, el miedo por la situación para él tan extraña, o lo que vio o sintió en la mirada del hombre; simplemente, de golpe, se desbordó en lágrimas. Su amigo, su hermano, ahora se encontraba de nuevo en su propia encrucijada y sólo se le ocurrió repetir el gesto y ofrecerle, a su vez, su lonche.

Realmente no importa mucho, o nada, lo que pasó después. Lo que importa es la semilla que ese momento sembró en su mente: la vaga intuición de que una de las poco reconocidas y aceptadas maravillas de la vida, es que con momentos como ese nos va robando la reserva secreta de inocencias que se oculta en los cajones del alma. Inocencias que no sabemos que llevamos adentro hasta que, para nuestra redención, nos las arrancan, una a una, de cuajo.

La vida es pérfida y le gusta entretenerse con pequeñas traiciones a las nociones absurdas con las que nos defendemos de nuestros miedos. Para compensar, la coraza de insensibilización con que nos protegemos de sus embates se va engrosando, endureciendo. Un día, tarde, muy tarde, nos damos cuenta de que la coraza va atrofiando nuestra capacidad de ver las cosas de frente, al margen de las consecuencias. Y muchos años después, cuando el niño del lonche descubrió que, al contrario de lo que había creído, el espíritu no muere con el descubrimiento cotidiano de la vida en todo su horror -y su esplendor-, sino que se nutre de ambos, ya era demasiado tarde para desnudar su alma.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)