"La llamada" de Lola Sanabria García

11.09.2020

La Habana. 10 de julio de 1953

Estimado don Julio:

Espero que al recibo de esta se encuentre recuperado de la indisposición que le impidió, en el último momento, acompañarnos en este viaje. De nosotras, ya debió tener noticias a través del cable que le envié nada más pisar la isla.

Llegamos a La Habana en buen estado de salud. Su esposa, fatigada por el viaje, decidió posponer la escritura de cartas. El paso de los días ha ido cambiando la situación y, en este momento, doña Edelmira está totalmente recuperada, pero ha delegado en mí cualquier forma de comunicación con todos los que dejamos en España. Incluido usted. Debe perdonarla pues los baños, los paseos por el malecón y sus visitas a salas de fiesta como el Tropicana, la mantenían en un estado de encantamiento y excitación continuos. No en vano no conocía el mar, pues se crió en el campo, y, como usted sabe, el doctor Moralles le prohibió actividades que pudieran alterarla, recomendando reposo, reposo y más reposo, dado su delicado estado de salud. Mis caldos de gallina y las infusiones que le preparaba no consiguieron mejorarla. Se aletargaba y necesitaba recluirse en sus dependencias a dormir y descansar. Sin embargo, he de confesarlo, sugerido por mí, el doctor dijo que un viaje de placer le vendría bien a doña Edelmira.

Obra en su conocimiento que pasé una temporada en Cuba, arreglando los papeles de una pariente que falleció en la isla, y tuve trato con personas que fui presentándole a su esposa. Entre ellas está Ernesto, un joven primo lejano con mucho encanto que enseguida se hizo inseparable de doña Edelmira. Hace unos días que, entre copa y copa de champán, le escuché palabras sueltas como «asalto», «cuartel», «Moncada», «Fidel» y otras, que iba desgranando con los labios muy cerca de la oreja de su esposa. A ella le brillaban los ojos de excitación y tenía las mejillas arreboladas, pero ningún síntoma de irle a dar un síncope, ni de encontrarse mal de alguna manera.

Cuando llegamos al hotel intenté sonsacarla, le advertí de que se rumorea que el cuarterón tiene tratos con grupos rebeldes que operan en la clandestinidad. No le pude sacar nada. Y me temo que anda en algo turbio. Le pregunto y calla. Incluso me da esquinazo, nada más salir a pasear, con excusas como que ha olvidado la sombrilla. Me pide que la espere en la calle mientras vuelve al hotel, pero no regresa a mi encuentro hasta la hora del almuerzo.

He llegado a la conclusión de que ella siempre tuvo un carácter salvaje, aunque aletargado, y ahora escuchó la llamada de la selva, por decirlo de alguna manera. Así que será lo que el destino disponga. Sí, mi estimado señor, el destino va preparando el camino de todos nosotros. Es posible que algo le ocurra a su esposa, a quien con tanta paciencia y mimo he cuidado. Créame cuando le digo que, si algo le pasara, sabré estar, como siempre, a la altura de los acontecimientos. Son muchos años a su servicio, don Julio. Me hice imprescindible tanto para usted como para doña Edelmira. Depositaron en mí toda su confianza.

Cuando todo esto acabe, yo estaré a su lado. Siempre me tendrá dispuesta para consolarle. Seré discreta, silenciosa y eficaz. No lo dude ni un momento. Porque estoy segura de que cuando dejaba como al desgaire su mano derecha sobre mi hombro mientras me dictaba, era una señal de un sentimiento más profundo que el solo afecto. Yo tenía que hacer un gran esfuerzo para contener el temblor de mis dedos y que no me saliera mal la letra al escribir un asentamiento, una misiva al administrador de fincas. Ni usted, ni yo, con el decoro y las apariencias que debíamos guardar, podíamos hacer otra cosa que no fuera el roce de mi brazo al pasar por el pasillo que da a las habitaciones, la leve sonrisa compartida cuando doña Edelmira tenía que abandonar la mesa, después de unos sorbos de té, repentinamente indispuesta. Todo será diferente en adelante. Lo sé. Sólo hay que esperar un poco más.

Suya afectísima: Alma María de Juan