"La jornada de trabajo" de Alfonso Gómez Romero

El manijero repartía las faenas, unos a tirar de los fardos, otros la criba y otros a varear, que como casi siempre le tocaba a mi padre (para mí era un orgullo porque creía que era el más fuerte de mi pequeño mundo). Los hombres se repartían los olivos contando las patas de los mismos, y las mujeres repartían la faena de recoger del suelo la aceituna y nombraban además a una mujer que era la encargada de preparar el rancho, que casi siempre era garbanzos con berzas pero cocidos a fuego lento, aun llega a hasta mi mente el olor a puchero cociendo lento y candela de olivo.
Las mujeres extendían bajo los viejos olivos unas lonas verdes anticipándose a los hombres, que en poco rato después aporreaban con todas sus fuerzas, como si les fuera la vida en ello con unas largas varas de avellano que se cimbreaban con el viento con sonidos nunca escuchados. Como una competición de ver quién era el más fuerte, arremetían contra las ramas de los pobres y centenarios olivos, que derramaban sus lágrimas en forma de negras aceitunas. Cómo olían las heridas de aquellas aceitunas a mezcla de alquitrán y pez que caían en el suelo a la velocidad del rayo.
Las mujeres seguían con las rodillas hincadas en la tierra todavía escarchada de la noche anterior, y con sus dediles de bellota echaban las aceitunas a sus mandiles, que a su vez iban poniendo en la criba, donde José María las esperaba metiéndole toda la prisa que podía, para cernirlas rápidamente y echarlas en costales, que rápidamente un arriero cargaba a lomos de las bestias para llevarlas al molino.
Así una y otra vez, lo más rápido posible, que se trabajaba a destajo.
Entrada la mañana, veíamos el sol asomar por la loma de enfrente, nuestras caras tomaban algo de color, pero de repente Madre nos dijo, "vamos que luego cogéis frio".
A eso de las doce de la mañana más o menos, cuando los hombres y mujeres llevaban un buen rato sudando a pesar del frio reinante, hacían un alto en el camino para echar un bocado.
Nosotros esperábamos que acabasen para poder escudriñar en las fiambreras por si sobraba algo, que siempre algo nos dejaban. Qué bueno estaba todo, ¿sería el hambre?
Y casi sin apenas darnos cuenta, como niños de 4 y 5 años y asombrados, los hombres y mujeres volvían rápidamente a la faena, cantando viejas canciones de pueblo que este momento no recuerdo.
A las tres, Pepe el manijero daba una voz y todos acudían a comer el rancho, ponían unas mantas en el suelo, el puchero en medio y cuchará y paso atrás. Media hora para comer y vuelta al tajo.
A eso de las 6 el manijero, daba dos voces, y a recoger para el día siguiente.
Los hombres comentaban cómo había ido el día y las mujeres cantaban, yo creo que de alegría porque ya se iba acabando el día o no. Llegábamos al cortijo, las mujeres les preparaban el agua a los hombres para hacerse un poco aseo y acto seguido, cuando la luz natural ya hacía rato que había desaparecido como por arte de magia y daba paso al canto de los búhos y lechuzas (qué miedo me daban), encendían los candiles de aceite y los carburos para poder ver algo.
Las mujeres preparaban un poco cena, unos torreznillos y unas morcillas de lustre, un poco pan, con su bota de vino y la cama sobre las 9; el día no daba para más.
A nosotros a esa hora ya nos habían mandado al catre (nunca mejor dicho). Aunque como éramos los únicos niños que estábamos en el cortijo, siempre algún o hombre o mujer nos daban algo de juego.
Metidos en la cama, nos acurrucábamos otra vez para calentar nuestros pequeños cuerpos. Mi hermano se dormía rápido; era pequeño y estaba cansado, yo también, pero tenía la mala o buena costumbre de esperar a que mis padres se acostaran, para escuchar su conversación, su crujir de huesos y algún arrumaco. Esto último lo que menos, no creo que tuviesen muchas ganas, no lo sé.