"La entrada" de Pablo Francisco Rojas

16.11.2020

Brisa estaba parada frente al muro. Preparaba su entrada, la entrada de su vida. Su mentora se acercó a ella y casi susurrando le dijo al oído: ya es hora. El corazón dio un respingo dentro de ella, pero se contuvo. Contuvo sus emociones, contuvo su ansiedad, contuvo ese volcán en ebullición que trataba de aflorar desesperadamente. Permaneció impávida con su rostro inalterable cual marfil virgen.

Se encontraba en el umbral de su vida.

De un lado se encontraba el mundo real, el mundo que la había traído hasta allí y al que siempre volvería, pese ansiar estar del otro eternamente. El mundo al que se encontraba atada.

Llevaba largos años de preparación para ese momento. Su mente le trajo el recuerdo involuntario de aquel día, cuando contaba con apenas siete años de edad, en que miró en la televisión cómo un grupo de niñas como ella escapaban de su humanidad para vivir un cuento de hadas. Las vio volar, las vio reír, las vio en un mundo totalmente diferente al suyo. Sintió inmediatamente el deseo incontrolable de que su vida también compartiera esa fantasía. Habían transcurrido ya más de diez largos años desde aquel momento en que su vida realizó un giro. Años de meticulosa preparación, de recorrer paso a paso el camino del aprendizaje, de encontrarse repitiendo una y mil veces los mismos movimientos, de grabar cada técnica para que su cuerpo cobre esa inexplicable gracia que crea en otros sentimientos encontrados.

Resonaban las palabras que sus maestros repetían como formas para alcanzar aquel fin: trabajo, constancia y sacrificio. Y vaya que fue así. Siete horas por día con tan solo uno para descansar. No importo el frio, el calor, el cansancio, el dolor de una ampolla sobre otra. La repetición constante de las formas en que debía reflejarse su cuerpo, su mirada, su sonrisa, sus manos, su torso, sus piernas y sus pies.

La preparación trajo consigo también el alejamiento de los afectos, de su familia, de sus amigas, del mundo de hermosas simplezas de jóvenes como ella. Supo siempre que quienes tenían su misma dedicación eran un poco extrañas, solitarias, casi ermitañas. Su mundo giraba en torno de la capacitación constante y metódica. No había lugar para otra cosa si se quería alcanzar el objetivo: la perfección.

De ese lado estaba su mundo real.

El otro representaba su ilusión, su deseo desesperado, su angustia de noches de insomnio, la bella locura de lo irreal. Ese mundo es al que quería entrar y en el que vivir por siempre. Un mundo mágico donde otras jóvenes la posesionarían, se apoderarían de ella, se mimetizarían, se alzarían desde el imaginario para transportarla hacia un mundo de belleza y ensueño, de poesía y tragedia, de llantos y sonrisas, de amores y desencuentros, de historias mil veces contadas... Sí, era allí donde quería estar, aunque no fuera ella.

El locutor comenzó a anunciar la obra.

Estaba a punto de entrar al mundo añorado. Metódicamente, como lo hacía desde que tenía siete años, miro sus puntas, comprobó las trabajadas ataduras de las cintas. Recorrió la caída del blanco "tutu" que resplandecía con el brillo de lentejuelas y cristales. La coronilla que remataba su tocado le daba un aire angelical. Detrás de ella, parte del ballet se preparaba a seguirla. Con el rabillo del ojo observó a su rival "Odil" y más allá al Príncipe Sigfrido, la Reina Madre y Rothbart.

Las bambalinas, su muro, comenzaron a abrirse lentamente descubriendo el escenario. Era su momento, el momento de su liberación.

Una circunferencia blanca bajo a sus pies para recibirla. Comenzó a sonar la música que la invitaba a entrar, la majestuosa obra de Piotr Ilich Chaikovski.

Brisa, resplandeciendo celestialmente, hizo su entrada, la entrada que todos los que estaban allí esperaban, más no fue ella misma, sino "Odett" en "El Lago de los Cisnes, Primer Acto".

Imagen: "Noxa", óleo de Dino Vall