"La duda" de Paqui Fernández Guerra

08.10.2021

Aquella tierra era de mis abuelos. La parte que le tocó a mi Ezequiel valía algo más que la viña de al lado, pero fue la voluntad de su padre hacerlo asín.

A Jonás le dio tantas hectáreas como pudiese cultivar con sus hijos, y nosotros no tuvimos cuenta de que su mujer le dejara sin los hijos y la tierra comenzara a echarse a perder. A nosotros nos tocó un terreno, por así decirlo, para construir una casa cuando pudiésemos. Y a ver cómo íbamos a levantarla, yo interna en una casa de Salamanca y Ezequiel en las minas de carbón de Puertollano. Nosotros sí que éramos el futuro, un dibujo en el aire al que el abuelo le soplaba a ver si volaba como una pajarita de papel y se perdía en el cielo de lo imposible. Ellos eran un matrimonio bien avenío con dos muchachos chicos, pero que ya ayudaban en la huerta a la Josefa, su madre. Nosotros les veíamos una vez al año, en verano, por quedar bien y yo solo porque los hermanos estuvieran unidos, bien lo sabe Dios.

Dos hijos hemos tenido también nosotros al cabo de los años, sobrellevando el sacrificio de las ausencias y con los tres cuartos de paga de verano que me daba esa familia de Salamanca. Siempre les tendré en cuenta la de cosas que me regalaron cuando comenzamos a levantar las primeras paredes sobre el solar.


Cuando Ezequiel alzó el muro esquinero puso una bandera de España en lo alto: "Aquí empieza Villatorre, mi pueblo", decía entre carcajadas y vino turbio del hermano. "Déjalo, hombre", le decía yo. Él no era consciente de que allí empezaba el pueblo a su manera bromista de verlo, pero ahí se cortaba también la tierra que había sido de todos y ya era solo de ellos, segada a fondo con la navaja de la hoz y la vigilancia muda de la otra parte.

"Ni un gramo, ni un cacho de tierra te pases de esa linde", le escupió su hermano al día siguiente de la bandera, mientras mi marido amasaba y yo acarreaba más ladrillos y barro y paja para el chamizo que hicimos para guardar todo lo que vino de Salamanca. Hizo bien Ezequiel en no responder a la advertencia cainita de su hermano, porque hubiera sido peor. No sé si le bastó con la mirada, entre pena y asco, que le lanzó, pero juro que nunca en la vida volvió a hablar de aquel incidente.

Cuando llegamos al pueblo ya era mediodía. Mi marido es incapaz de hacer un alto en la carretera, así que lo único que tomamos fueron lágrimas y carretera, 700 kilómetros de carretera de una sola tirada. La casa, lo que quedaba de ella, nos estaba esperando. Entramos pisando ceniza y cachos de madera, fui derecha al huerto. Lo habíamos tapizado de chinas para las malas hierbas y miré hacia el tejado de la caseta del vecino, pared con pared. Vi los mismos ojos brillantes de cada tarde, diez gatos de siete vidas a los que alimentamos como si nunca hubiesen conocido el riesgo de vivir. No maullaban. Estoy segura de que la expresión de mi cara debía hablarles por sí misma. Por detrás de la pared sonaron las pisadas de la mula Tristana, como le pudieron los críos porque no se reía como querían ellos ni con un terrón de azúcar.

Qué necesidad de hacer daño, Señor. Habían arrasado todo, solo dejaron cuatro plantas secas y los restos de granito de la cocina. En el huerto quedó vivo el jazmín de mi hermano, uno que planté hace años, cuando falleció, para olerlo en la fresca de las tardes, sentados en la terraza y los nietos con sus padres en el pueblo. Aquel jazmín fue el único testigo de verdad de lo que allí ocurriera.

Ezequiel me llamó desde atrás, de pie sobre las ruinas. "Vamos pa donde la Guardia Civil", dijo, seco. Y le pregunté pa qué. Sería su hermano o cualquier otro. El resultado era el mismo y, hermano o no, la reja del arado marcó la zanja entre ellos para siempre.

- Vamos si quieres Ezequiel -le dije mirándolo bien de frente-, pero júrame que nunca más vas ir al amanecer a varear las ramas de sus olivos".

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)