" La desconocida" de Luis Belda Benavent

21.08.2022

Aquella mañana se sentó frente a mí en el tren una desconocida. No habría supuesto nada de particular de no haber sido por su estiloso vestido azul, muy corto y ceñido. Mientras estiraba su falda al acomodarse, me fijé en su aspecto. Rondaba los treinta años, no era muy alta y lucía rotundas piernas y un bonito rostro de labios rojo cereza. Vendría de una fiesta -pensé-, al observar su elegante bolso de cartera y cadenilla dorada. Lo depositó a su lado, en el asiento vacío. Abultaba y estaba entreabierto, por lo que supuse que contendría algún estuche de gafas, regalos de última hora, o qué sé yo...

Poco después, el revisor del vagón, entorpecido por otro viajero en el pasillo, volcó con su rodilla el bolso de la muchacha sobre el asiento, lo que me llevó a hacer un movimiento instintivo para evitar que cayese al suelo. Algo que no sucedió. Si quedó abierto ante mí, mostrándome su interior: dentro de una bolsa transparente, manchada de rojo, se apreciaba perfectamente una mano grande y venosa: de varón. Una mano izquierda -deduje-, con un grueso sello de plata ensangrentado en su dedo anular. Sobre el plástico del siniestro hallazgo, sobresalía la boca de un revólver de pequeño calibre, que parecía apuntarme. Una de esas armas letales y fáciles de emboscar entre cualquier prenda.

La desconocida reaccionó con calma. Mientras devolvía el bolso a su posición inicial, me dedicó una seductora sonrisa que no supe mantener, y mis ojos se perdieron con timidez sobre el paisaje. Me sabía atado al magnetismo de la situación, despierto de golpe, ajeno a los avatares del trabajo del día y al sucio y nublado amanecer que se adivinaba tras la ventanilla del convoy.

Ella bajó en la estación de Elche. Antes, se ajustó de nuevo su exigua falda, se inclinó con intimidad sobre mi cara y me dio las gracias con voz de ángel. La vi recorrer el pequeño tramo de pasillo seguida por la mirada atenta de otros viajeros, que también parecían haber despertado de súbito ante la música de sus tacones.

Apenas la perdí de vista, descubrí sobre el asiento las dos manchitas de sangre y me apresuré a limpiarlas con un pañuelo, mirando a derecha e izquierda como un niño a punto de robar una golosina. Algo repetía en mi interior que estaba colaborando con un no sé qué prohibido y atrayente.

La mañana seguía siendo gris y turbia cuando descendí sobre la estación de Alicante. Mil razones, sin embargo, agitaban mi cabeza. Suponía que a nadie le podía caber ya la menor duda sobre los gestos de igualdad y poder que muchas mujeres nos ofrecían a diario.

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Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)