"La decisión de Manuela" de Alfonso Cantador

10.06.2022

La postguerra civil en España agudizó la picaresca. El hambre apretaba como el más cruel de los garrotes. Manuela tenía familia y apenas podía ofrecerles diariamente una comida que saciase a los siete que componían su parentela numerosa. El Señor le había dado una prole abundante en tiempos difíciles, mientras el cabeza de familia se cuestionaba si aquello era fruto del amor que sentía por Manuela, o simplemente que como no tenían para comer, empleaban el tiempo en la coyunda para procrear y así tener más gente a la hora de hacerse viejos. Daba igual. Como no había remedios para evitarlos y apretaba más la calentura de la cama que la del plato, de aquellos polvos llegaron los lodos que la penuria arrastró hasta bien entrada una edad a todos.

Todo era efímero en sustento. En la vecindad, no muy separado de su casa que finalizaba con un huerto que en buena temporada daba berzas y patatas, vivía un vecino que alardeaba de buena vida. Cada vez que se cruzaba con Manuela, le dirigía una mirada desafiante, a la que ella no respondía. Si acaso, un "con Dios" o un "vamos", era la única respuesta que mantenían. Dicho vecino también tenía huerto y además un gallinero considerable. Este albergaba una docena de gallinas ponedoras y un gallo garboso castellano que presumía de ellas como el rey del mayor harén del orbe. En esa casa no faltaba de nada porque moraba una pareja entrada en edad sin hijos y todo lo que producía el huerto y el gallinero, les daba con suficiencia para el abasto. Cierto día apenas tomó de almuerzo: un trozo de tocino añejo y una pera de su huerto, porque en el mismo tenía algunos árboles frutales y un naranjo dulce que hacían las delicias de los pequeños cuando no tenían nada para comer. Cuando se levantó de la siesta y como una estrella fugaz, le pasó por su cabeza una idea que rechazó en un principio, pero que, después de recapacitar sentada en el jergón de paja donde dormía junto al resto de los chiquillos, meditó profundamente acercándose a su marido diciéndole:

- Esta noche le vació el gallinero al tío Manuel y en la orza grande con pringue que tenemos, guiso las gallinas sin que falta carne en unas semanas.

- ¡Tú estás loca! Como te pille el vejestorio o te denuncie alguien que te vea, vas a la cárcel y no sales de ella hasta que tus hijos hagan la mili. Traes la ruina... ¡No!

- ¡Te juro por mi madre, que no se entera ni Dios!

- ¡Ten cuidado Manuela que te estás metiendo en problemas!

- Calla. Saca un costal y un cartón para dejar una firma.

- ¿Una qué?, si apenas sabes leer ni escribir.

El marido lo hizo todo Manuela dijo En cuestión de segundos tenía todo preparado, aunque viendo que eran las seis de la tarde y en esos comienzos de primavera anochecía mucho más tarde, no se imaginaba la estratagema. Toda la tarde la pasó sentada en la puerta que daba al huerto esperando la noche, y cuando esta llegó, se lanzó a la aventura. Con sigilo saltó al huerto del vecino sabedora de que las gallinas estaban dormidas en los palos al uso que se ubicaban en los gallineros por la manía de no apoyar las patas en el suelo. Encendió una vela con un fósforo y una a una las fue rematando a mano y metiendo en el costal, hasta que llegó al gallo y le colgó al cuello un cartel respetándole la vida.

Apagó la vela y a la luz tenue de la luna, regresó con el saco repleto de aves.

A la mañana siguiente, las voces del vecino retumbaban por todo el barrio: ¡Me han robado las gallinas! ¡Que vengan los municipales que me han buscado la ruina! Un barullo de turbamulta se formó en la puerta de la casa. Cuando llegó el jefe de los guardias, que con sonrisa disimulada dijo al leer el pasquín que tenía el gallo atado:

- ¡Esto no es cuestión de zorras de cuatro patas!

Con un tizón negro y letra casi ilegible, alguien le había colgado al superviviente: ¡DESDE LA UNA ESTOY SOLO!

••••••••••
Imagen: Obra de la pintora Edurne Gorrotxategi (Getxo, Bizkaia)