"La batalla", de Juan Miguel Torrero Guilarte

04.06.2019

Monotonía, hastío, tedio, sopor... aburrimiento! 

Total inmovilidad... ¡Qué insufrible espera! ¿Nadie iniciará las hostilidades?

Ha pasado una hora más y nada...

Qué terrible ociosidad... Ya casi no recuerdo la última confrontación con nuestros enemigos.
Sé que, aunque ostenten colores diferentes, ellos son similares a nosotros.

Me reconcome el fastidio de la espera baldía, que empieza a hacerse insufrible. ¡Qué desesperante sucesión de segundos... que se convierten parsimoniosos en minutos... e irritantemente en horas. ¿Estará pensando el enemigo lo mismo que yo, que mis camaradas? ¿Será su angustia, impaciencia, miedo o anhelos similares a los míos, como lo es su aspecto?

Si pudiera girarme, quizá vería la misma expresión dibujada en los rostros de mis compañeros, pero no puedo.

No sé por qué anhelo tanto esta cruenta contienda, si no hay tambores, ni trompetas, ni gritos de batalla, ni estertores de muerte cuando caemos en ella. Tan solo un combate callado e inmisericorde, pero honorable. 

Quizá ese sea el motivo. La búsqueda del honor y la gloria da sentido a la vida. ¿Qué hay más heroico que entregar la vida sin quejas ni súplicas? Vivir o morir en silencio en mil y una batallas: ese es nuestro destino.

¿Quién será esta vez el que dé comienzo a la lucha? ¿Seré yo el elegido? ¿Cómo podría llamar su atención, si soy solamente uno más? Ni yo mismo podría hallar diferencia entre nosotros. Seguramente tampoco entre los del bando contrario. Todos formados en sus puestos de batalla, inmóviles, impasibles.

¿Por qué anhelo la contienda, cuando es tan difícil sobrevivir a ella?

¿Sucumbiré?... ¡Quizá! 

Pero no hay gloria sin el peligro de morir. Ese fatídico desenlace podría significar la fama y el homenaje póstumo. Para conseguirlo, mi muerte tendría que ser memorable.

Aunque, ¿quién querrá narrar mi final, si ni siquiera podrá diferenciarme de los otros caídos a mi lado? ¡No hay gloria para el soldado que no puede ser recordado! Entonces la muerte es en sí misma baldía, pues no hay gloria si la fama del hecho queda diluida y el autor no puede ser identificado y exaltado. Si nadie puede afirmar: ¡Fue uno de aquellos héroes...!

Tan sólo una fosa colectiva: la muerte y la gloria olvidada.

¡No pienses ahora en eso, cobarde! -Me recriminó una parte de mí-. Lo único importante es nuestra victoria..., la de nuestro grupo..., la de nuestro bando..., la de nuestros colores. Para nosotros, que somos el más bajo escalafón de nuestra facción, lo primordial es el triunfo colectivo. Si uno sólo de nosotros lograra el anhelado objetivo, sería la victoria para el grupo aunque los demás hubieran caído, uno a uno, en el intento. Pero nuestro destino es otro: abrir camino a los que nos preceden. Ellos, más fuertes, parecen a priori los elegidos para conseguir esa gloriosa meta. 

Parece lógico, comprensible y obvio al ver su estatura, porte y agilidad. Seguro que ellos no dudarán en sacrificarnos para conseguir la victoria y, por añadidura, la gloria suprema.

¡Baja del cielo...! ¡También puede acontecernos la derrota con la muerte de aquel por el que todos debemos sacrificarnos y al que juramos proteger! 

¡Sería un funesto acontecimiento...! ¡No quiero ni pensarlo! 

Sin el rey, nuestro destino está marcado y nuestro existir truncado. En ese triste final sí participarán todos los nuestros, nobles o plebeyos. La derrota diluye las clases, los privilegios y las diferencias. Nadie recuerda a los vencidos, el olvido es su única esperanza. Una cruel fatalidad que será compartida y sufrida por todos... El mundo se olvidará de nuestro sacrificio o hazañas.

¡Ahhh...! De pronto he sentido una presión en las sienes, un dolor como si algo tirase de mi cabeza... Una sensación de vértigo al sentirme elevado, desplazado en el aire. ¿Una explosión? ¡No he oído nada...!

Esto solo puede significar una cosa: ¡Ha comenzado la batalla y quizá sea yo la primera víctima de la contienda! ¡La suerte está echada...! ¡Un momento... veo el suelo que se acerca...! ¡Estoy bajando!

¡Oh dioses de la guerra, haced que venza o muera con honor, ahora que ha llegado mi hora!
En medio del monótono silencio, ahora roto, pude oír claramente una potente voz que decía:

- ¡Peón a cuatro alfil dama!